Arte rupestre africano en las cuevas de Cuba. La necesidad de un cambio en las herramientas metodológicas.

Divaldo A. Gutiérrez Calvache divaldo2004@yahoo.com
José B. González Tendero marinaglez@infomed.sld.cu
Racso Fernández Ortega itibacahuababa@yahoo.com.ar
GCIAR, Grupo Cubano de Investigaciones del Arte Rupestre, Instituto Cubano de Antropología.

 

Resumen

Se presenta un análisis crítico de los presupuestos filosóficos, proyecciones teóricas, métodos y propuestas que se han utilizado como herramientas para intentar demostrar la posible ejecución de diseños rupestres cubanos por parte de individuos o grupos de africanos que, huidos de haciendas, ingenios, casas señoriales y convertidos en cimarrones, se refugiaban en los bosques y serranías de nuestro país, entre los siglos XVI y XIX. Este análisis demuestra que, hasta hoy, tales enfoques no han obtenido el resultado esperado, al estar concentrados en comparaciones morfológicas e inducciones mitologizadas de escasos alcances, lo que implica que la voluntad de obtener respuestas más certeras y efectivas ante esta problemática impone un rediseño de los presupuestos y métodos utilizados, así como un cambio en la forma de asumir el abordaje de las estaciones rupestres y las evidencias arqueológicas en ellas recuperadas.

INTRODUCCIÓN

Desde que el sabio cubano Don Fernando Ortiz comenzara sus estudios sobre la presencia africana en la formación de la mezcla cultural, psicológica e ideológica que hoy definimos como “cubanidad”, muchos han sido los investigadores que han realizado aportes singulares a esta faceta de la antropología cubana, entre los que cabría destacar a Rómulo Lachatañeré, José L. Franco, Rogelio A. Martínez Furé, Miguel Barnet, Jesús Guanche y otros. La arqueología como ciencia que busca la evidencia material de las sociedades del pasado, tampoco ha estado ajena a esta situación, son significativos los trabajos arqueológicos en sitios de cimarronaje llevados a cabo por estudiosos del tema, como Gabino La Rosa, Enrique Alonso, etc.

Sin embargo, las investigaciones rupestrológicas han sido poco efectivas en el abordaje de la presencia africana en la confección y ejecución del arte rupestre en las condiciones del archipiélago cubano. Para algunos autores, esta “ausencia” está determinada por la falta de intención de enfrentar una respuesta acabada al problema, al ser considerado (el arte rupestre de manufactura africana) (1) de escaso valor (La Rosa, 2007: 73).

1. El texto entre paréntesis es nuestro.

En nuestra opinión, el planteamiento anterior resulta per se un criterio bastante alejado de la verdad, pues la búsqueda de las relaciones culturales o cronoculturales en el arte rupestre cubano nunca han estado permeadas de anti - africanismo valorativo, tanto es así que el propio La Rosa cita en su trabajo a más de quince estudiosos cubanos que, desde 1839 hasta la actualidad, han enfocado de una forma u otra esta posibilidad (La Rosa, 2007: 70-73).

Ahora bien, si el objetivo de la crítica radica en la búsqueda de una “respuesta acabada”, entonces la rupestrología cubana ha considerado de escaso valor a casi la totalidad de su gráfica rupestre, pues no existe tal respuesta para ningún grupo cultural de la historia cubana. Hoy no existe un método de investigación que sea capaz de dar una respuesta acabada a la filiación de nuestro arte rupestre con grupos aborígenes arcaicos, agricultores, pre o post colombinos, castellanizados, etc. De hecho, la rupestrología hoy, a nivel internacional, no está en condiciones de dar respuestas acabadas a casi ningún enfoque cronocultural, pues aun ante la posibilidad de realizar dataciones absolutas de C14 por AMS (2), estas dejan margen de dudas relacionadas con su efectividad cronológica y no necesariamente tienen una implicación cultural (Nelson, 1993 y Bednarik, 2000).

2. Espectrometría por Aceleración de Masa.

En realidad, resultados de este tipo, relativamente acabados, son muy escasos para Cuba, y entre ellos se pueden citar los obtenidos por Jorge Calvera y Roberto Funes, para el arte rupestre de la Sierra de Cubitas, Camagüey (Calvera, J. y R. Funes, 1991: 79-93), y los obtenidos para la región de Punta de Maisí, Guantánamo (Gutiérrez, Fernández y González, 2003: 91-111). En ambos casos, los procedimientos de análisis combinaron métodos de investigación, resultados anteriores y condiciones particulares de cada región, no siempre disponibles para los investigadores, que permitieron el uso de procedimientos de datación relativa. En particular para la Sierra de Cubitas, se utilizó el método por asociación conocido como “Datación por interpretación arqueológica” (Gutiérrez y Arrazcaeta, [2010 en prensa]); mientras que para la Punta de Maisí se empleó el método por apreciación denominado “Datación por análisis estilístico” (Gutiérrez y Arrazcaeta, [2010 en prensa]). Ambos estudios, aunque con resultados significativos, tampoco son portadores de una “respuesta acabada”.

Sin embargo en los últimos años han aparecido una serie de investigaciones en las que se ha intentado demostrar que individuos de origen africano o afrodecendientes ejecutaron manifestaciones rupestres en algunas estaciones cubanas. En ellas se han ignorando con demasiada frecuencia las limitaciones tangibles de coherencia que hoy presenta la rupestrología entre paradigmas, teorías, métodos y resultados; presentándose interpretaciones de un alto nivel reduccionista, que enfocan el arte rupestre desde un esquema cerrado preconcebido, que lógicamente aportará el resultado previsto, pues se utilizan presupuestos filosóficos tales como:

Dadas las condiciones del estudio y con los recursos disponibles, el análisis de las evidencias de la Cueva de los Ídolos debe (3) emprenderse sobre la base de su posible correspondencia con los mitos y cultos de origen africano… (La Rosa, 2007: 79).

3. El resaltado en negritas es nuestro.


Estos puntos de vista pueden generalmente son portadores de una interesante acumulación de datos comparativos entre morfología del dibujo rupestre y mitología africana, pero no se acercan ni someramente al estado actual de la rupestrología como ciencia, en la que los enfoques unidireccionales cedieron espacio a métodos que aseguran la comparación entre manifestaciones diversas, de forma tal que puedan evaluarse de manera objetiva sus similitudes y diferencias, a través de formulaciones estadísticas que permitan el uso de tipos y categorías basadas no en caracteres aislados, sino en conjuntos de ellos, factibles de analizar mediante procedimientos de sistemática y filogenia, como la Cladística. Tales métodos sí sustentan la formulación de hipótesis bien fundamentadas sobre el desarrollo de las formas “artísticas” en un conjunto de unidades, y aseguran resultados fiables al momento de relacionarlas con la información cultural que aporte el registro arqueológico.

De ahí que en las próximas páginas realicemos un análisis crítico de las posiciones, presupuestos filosóficos, métodos y resultados de algunas de las propuestas que han intentado establecer una relación directa entre los grupos africanos y el arte rupestre, sin que esto signifique que los autores asuman una posición prejuiciada ante esta proposición, todo lo contrario: pensamos que es altamente coherente la hipótesis de que individuos de origen africano o sus decendientes ejecutaran manifestaciones rupestres en nuestro país. En este sentido pensamos, además, que es probable que muchas de las asociaciones entre arte rupestre y grupos africanos expuestas en estos trabajos sean históricamente correctas, solo que los métodos empleados para alcanzar una supuesta “respuesta acabada” han sido insatisfactorios ante el objetivo propuesto.

Antes de iniciar nuestras consideraciones criticas, nos parece oportuno, y de hecho es importante, dejar establecido que la trata negrera, comenzada como paliativo para compensar el exterminio indígena, trajo a nuestro archipiélago un nuevo sector desarraigado socioculturalmente, compuesto por diferentes núcleos étnicos, cuyos miembros, en muchos casos convertidos en cimarrones, huidos de las haciendas, ingenios y plantaciones, debieron dejar en más de un lugar de nuestro país su huella cultural, expresada por medio del arte rupestre; tradición ancestral que poseían en sus regiones de origen, donde el dibujo rupestre no es un objeto, es un comportamiento, algo que se hace y que se vive en la acción, la obra plástica en su función de estimulante durante la adoración de un orisha, o la máscara en el movimiento de la danza.

Sin lugar a dudas, muchos de estos códigos ideológicos sobre esta manifestación fueron mutilados cuando se redujo y limitó la movilidad del africano, negándosele la libertad como derecho natural e imponiéndosele asimilar nuevas lengua, religión y costumbres socioculturales. Ese individuo pudo retener valores ancestrales al asumir el cimarronaje como forma de vida, de hecho, así se expresa con la propia huida. El cimarronaje preserva gran parte de sus códigos y valores, en cánones debilitados por el doloroso estatus del esclavo, pero fortalecido por el contacto generalmente sistemático (al menos en los años que duró la trata) con nuevos grupos que arribaban a las plantaciones.



LA CONSTRUCCIÓn DE UNA HIPÓTESIS. ¿PERTURBADORA O INSATISFACTORIA?

En uno de los últimos trabajos sobre esta temática, refiriéndose a algunos de los controvertidos petroglifos de la Cueva de los Ídolos, en la provincia Habana, se plantea:

No son necesarios grandes esfuerzos de la imaginación para comprender que la presencia de un perro, y la posición que tenía dentro del recinto le confería el papel de guardián con el resto de las figuras lo que en modo alguno por la función asignada puede vincularse con las culturas aborígenes que poblaron la Isla de Cuba (La Rosa, 2007:78).


O sea, “la presencia de un perro, su posición espacial y su papel de guardián” aseguran su absoluta desvinculación con las culturas aborígenes cubanas. Nos llama la atención que se pueda aseverar tal planteamiento en el contexto arqueológico de las Antillas. Es oportuno señalar que los estudios sobre la presencia del perro en la arqueología del Caribe insular han aportado un relevante caudal de información, que pone en dudas la afirmación anterior: en la actualidad se posee el registro de más de 70 sitios arqueológicos aborígenes (37 de ellos cubanos), donde han aparecido asociadas evidencias de grupos precolombinos y restos óseos de cánidos; también se cuenta con un total de 77 piezas de las artes aborígenes representativas o relacionadas con el perro y 13 conjuntos del arte rupestre con más de 29 diseños de este mamífero, distribuidos por República Dominicana, Barbados, Jamaica, Puerto Rico, Guadalupe, Martinica, San Eustaquio, San Kitts, Antigua, Monserrat, Santa Lucia, Granada y Cuba.

Todos estos datos han permitido formar un criterio importante en la percepción del perro, que debemos considerar en el arte rupestre, y es el hecho de que, de una u otra forma, este personaje parece cumplir un papel protagónico hacia el interior del conjunto en que aparece representado, papel que es resuelto por los ejecutores de diversas maneras, posiblemente en dependencia del mensaje que se deseaba transmitir en el espacio particular en que fueron ejecutados, y en relación directa con los restantes diseños asociados. Hasta el momento, el estudio de las imágenes de perros en la gráfica rupestre antillana ha permitido aislar cinco tipos de asociaciones significativas de la relación diseño-espacio (tabla 1).

DISTRIBUCIÓN ESPACIAL
DEL MOTIVO PERRO EN
RELACIÓN A LA
ESTACIÓN Y EL
CONJUNTO RUPESTRE
a) Recibe al espectador a su entrada al espacio sagrado e inicia el desarrollo de la secuencia gráfica.
b) Es parte del grupo de diseños primarios (3 primeros) en la secuencia de la estación, utilizando como punto de partida la entrada de la cavidad.
c) Es parte de los diseños de la estación, ubicándose en posiciones intermedias sin aparente carácter significativo, utilizando como punto de partida la entrada de la cavidad.
d) Es un diseño independiente y solitario en las oscuras galerías de difícil acceso.
e) Se sobredimensiona la imagen logrando un efecto de protagonismo por encima de todo el conjunto gráfico que lo rodea.

Tabla I. Asociaciones diseño de perro-ubicación espacial
que se han logrado aislar para el arte rupestre del Caribe insular.
(Elaborada por los autores a partir de Fernández, et al., 2009, inédito).


Al analizar estas asociaciones, queda claro que la relación diseño-espacio, al menos para los motivos de cánidos presentes en el arte rupestre cubano y antillano, transportan una información social compleja, pues su presencia al inicio de una secuencia o a la entrada de una estación ha sido aislada tanto para la Cueva de los Ídolos, como para la Cueva del Perro, la Cueva de la Línea o del Ferrocarril y la Plaza Ceremonial de Caguana, por solo citar algunas estaciones, donde la imagen del perro forma parte de contextos rupestres y artefactuales que indican una probable filiación aborigen. Por todo lo anteriormente expresado es que somos de la opinión que el uso y manejo de la relación espacial de un diseño caninomorfo muy poco puede aportar al proceso de conformación de una propuesta sólida en cuanto al establecimiento de relaciones cronoculturales.

Por otra parte, y en este mismo orden, el estudio y análisis arqueológico de la figura de Opiyelguobirán –numen identificado con el perro en el panteón mitológico de los aborígenes de las Antillas–, realizado por numerosos investigadores, ha demostrado que esta deidad, y su representación plástica en el arte rupestre y otras artes aborígenes, al parecer, cumplía una función de guardián entre el mundo de los muertos y el de los vivos. Lo cual indica que este personaje se mantenía en el área fronteriza y establecía la relación y el contacto entre el mundo de los vivos –la nueva generación– y el de los muertos –los antepasados– (Fernández, et al., 2009, inédito) o, como bien plantea José Oliver:

Opiyelguobirán tiene la obligación de mantener a los seres vivos y no vivos, en el mundo que le es apropiado. Controlando –por así decirlo– lo que entra y lo que sale de un dominio al otro. Este es un personaje mediador que marca la separación y, a la vez, mantiene el balance entre ambos mundos al regular el tránsito de espíritus en el tiempo (día vs. noche) adecuado (Oliver, 1998: 114).

Más adelante en su trabajo, Gabino La Rosa, refiriéndose igualmente al petroglifo del perro de la Cueva de los Ídolos, nos dice:

En ese mismo sentido parece apuntar el tipo de perro que se talló, cuya figura no guarda
relación con las reconstrucciones arqueológicas que se han hecho del famoso perro mudo
de los aborígenes de la mayor de las Antillas
(La Rosa, 2007: 78).

Resulta difícil comprender los presupuestos que dan origen a tal afirmación, pues la arqueología no ha realizado una reconstrucción integral del perro precolombino, al menos que nosotros conozcamos. Sin embargo, la paleozoología sí ha realizado la identificación de este como representante de Canis familiaris, sosteniendo que el conocimiento actual de la morfología de los restos de cánidos encontrados en Cuba permite asegurar que todas las variaciones morfológicas señaladas por otros especialistas, son variaciones individuales presentes en numerosos ejemplares contemporáneos. Últimamente han sido propuestos algunos caracteres diagnósticos para identificar la representación iconográfica del perro precolombino, entre los cuales se ha señalado el atributo Orejas Avivadas (Fernández, et al., 2009, inédito); sin embargo, en el caso que nos ocupa, las orejas parecen estar caídas (figura 1), pero aun considerando esta característica como atípica para el perro precolombino, habría que admitir que la misma está presente en el 37 % de los diseños rupestres asociados a estaciones de las Antillas, lo que deja un rango de mas del 70% para otras morfologías en la orejas (Fernández, et al., 2009, inédito).

Figura 1. Talla petroglífica donde se observa la cabeza de un cánido en la Cueva
de los Ídolos, Habana, Cuba. (Fuente: Archivos del GCIAR)


Para finalizar estos comentarios, debemos agregar, que si de morfología se trata, nos parece bastante temerario el análisis morfológico-comparativo del diseño caninomorfo de la Cueva de los Ídolos (figura 1), propuesto por La Rosa (2007: 78), si se acepta que en este solo se pueden identificar algunos rasgos de la cabeza, lo que limita cualquier comparación con las descripciones de los cronistas, las figuras del perro en el arte rupestre y los modelados en cerámica, en definitiva los únicos elementos de comparación que posee hoy la arqueología de nuestra área geográfica.

En otro orden, algunos autores que siguen esta línea de investigación, han intentado establecer o definir las características que pueden identificar al arte rupestre de factura u origen africano en las condiciones de las serranías de Pinar del Río, este es el caso por ejemplo de la colega María Rosa González Sánchez, que sostiene:

En primer lugar el entorno geográfico seleccionado por el cimarrón para asentarse debía reunir, entre los requisitos más elementales, la distancia, es decir como mayor aislamiento posible de todo núcleo de población colonial así como de cualquier vía de comunicación para poder enfrentar una subsistencia acosada. Por otra parte, la inaccesibilidad, o sea, lugares de difícil acceso o poco accesibles al transeúnte, campesino o montero y con pocas probabilidades de ser descubierto ocasionalmente y camuflaje, un lugar que reuniese características topográficas y de vegetación que brindara protección (González, 2008: sp.).

Este juicio que se propone como válido para considerar los lugares de posible asentamiento y ejecución del arte rupestre por grupos o cimarrones aislados, no puede de ninguna manera ser utilizado como criterio discriminante, pues el mismo está plagado de una contemporaneidad en nada aplicable a las comunidades precolombinas de Cuba y el Caribe insular. El hecho de que una estación rupestre esté en la actualidad en un lugar aislado de núcleos poblacionales y vías de comunicación, sea inaccesible, intrincada y esté protegida por abundante vegetación, no le reporta ninguna especificidad cultural agregada, pues sencillamente en épocas precolombinas la mayoría absoluta de las cuevas y cavernas de las serranías pinareñas presentaban dichas características; probablemente muchas de las estaciones de fácil acceso en la actualidad fueron, antes del siglo XV, lugares mucho más inaccesibles que los que hoy consideramos apartados.

Más adelante, en la propia ponencia, González Sánchez considera que la distribución espacial del arte rupestre, dentro de las cavidades, es también un elemento que puede aportar evidencias que nos permitan definir la filiación cultural, expresando que:

Tanto los dibujos como los rayados, se localizan en las áreas oscuras de las cuevas. Elemento este, que generalmente predomina en todos los sitios con pictografías asociados a los cimarrones. Esta característica difiere para los sitios con pictografías de aborígenes, se localizan las mismas en las partes claras de la cueva (González, 2008: sp.)

Aun cuando este enfoque pueda ser real, observamos que, desafortunadamente, no esta sostenido por un estudio estadístico que más que argumentarlo, lo demuestre, sin dejar margen a la duda. En este sentido, sin detenernos demasiado en este tema, baste señalar en primer lugar que para argumentar criterios estadísticos estos deben estar sustentados en el análisis y cálculo de muestras representativas, que permitan llegar a conclusiones sostenibles, de lo contrario, nos alejamos del camino de la investigación para introducirnos en un peligroso ambiente especulativo, antagónico con los principios que debemos mantener en la ciencia.

Ahora bien, la necesidad de valorar muestras representativas con la mayor cantidad de variables medibles, que permitan relaciones sostenibles en el campo de la teoría y la praxis arqueológica, está dada, por ejemplo, en una simple comparación entre las opiniones de algunos de los autores antes citados. Tal es el caso de ciertos argumentos sostenidos por el destacado arqueólogo e historiador cubano Gabino la Rosa Corso, en el artículo antes mencionado sobre la Cueva de los Ídolos, los cuales contradicen lo antes comentado por González Sánchez. Este investigador en sus planteamientos nos dice:

…la figura del perro, la primera que se localiza a la derecha entrando al recinto, estuvo
tallada en un bloque… El bloque en que se había tallado la mujer y el pequeño recipiente
con una jicotea, se localiza en el costado izquierdo de la cueva, o sea, al lado del perro...
(La Rosa, 2007: 78).

Sin embargo, como ya indicamos con anterioridad, la colega María R. González plantea que el arte rupestre vinculado a los cimarrones se ubica en las áreas oscuras de las cuevas.

De estos dos planteamientos nace un antagonismo: parte del arte rupestre de la Cueva de los Ídolos se encuentra en las cercanías de los accesos a la cueva y en áreas subumbrales, como se puede observar en las topografías de la localidad publicadas por La Rosa (2007), cuando según María Rosa González debían estar en áreas de oscuridad absoluta, para cumplir con los supuestos patrones africanos.

Ahora vamos a analizar otro ejemplo, en el que también entran en contradicción estos autores. Mientras que para La Rosa la presencia de una cruz de tipo cristiano en la mano de una figura antropomorfa es un elemento que aleja la posibilidad de una vinculación con las culturas aborígenes, para González Sánchez las pictografías de aborígenes se localizan en las partes claras
de la cueva:

El carácter y naturaleza de las tallas y petroglifos, la presencia de una cruz de tipo cristiano en la mano de una de las figuras antropomorfas, de un perro guardián del recinto y otros elementos particulares de cada una de las piezas alejan toda posibilidad de una vinculación con las culturas aborígenes y por el contrario fundamentan el criterio de que se trata de un centro ceremonial de cultos de origen africano… (La Rosa, 2007: 79).

¿Cómo, entonces, se logran conciliar ambas opiniones, para el caso particular de la pictografía roja de la Cueva del Cura, (4) donde aparecen dos figuras antropomorfas con cruces de “tipo cristiano” en las manos (figura 2), si este diseño está realizado en el área umbral, a unos escasos tres metros de la entrada de la cueva?

 
  Figura 2. Pictografía de la Cueva del Cura, Pinar del Río.
(Fuente: Archivos del GCIAR)

4. Esta es una de las estaciones que la investigadora María Rosa González considera como indudablemente de factura cimarrona (González, 2008: sp.).


En los trabajos más afortunados sobre este tema, se ha utilizado como argumento la presencia de objetos de los siglos XVI al XIX –restos de fogones con evidencias de fauna postcolombina, machetes calabozos, cuchillos, ollas de hierro colado, piedras de chispa y otros elementos– como indicadores de la presencia cimarrona en algunas estaciones del arte rupestre cubano (La Rosa, et al., 1990 y La Rosa, 1992); no obstante, nosotros sostenemos que en la mayoría de los casos dichas evidencias solo indican sucesos temporales y no culturales, pues en su inmensa mayoría no son piezas de factura propiamente africana o cimarrona, sino objetos típicos de la época colonial, solo en aquellos casos donde las evidencias están representadas por artefactos contenedores de cerámica transcultural, cachimbas o pipas y armas defensivas, es posible establecer rangos mayores de certezas. (5) Entonces, cabe preguntarse: ¿por qué no aparecen muestras de arte rupestre en sitios donde es incuestionable la evidencia de haber constituido refugios de cimarrones? Sobre todo, si admitimos que bajo las condiciones de asedio y persecución que sufrieron los africanos fugados al monte (cimarrones), los sitios de habitación y rituales debían en muchos casos confluir en espacios comunes. ¿Por qué, entonces, no hay arte rupestre en la Cueva del Buda, o en la Cueva del Tambor, en el Hoyo de Fanía, en la Sierra de Mesa, donde el desarrollo de las espeluncas permitía aislar las funciones a ejecutar en cada uno de sus recintos; porque no hay arte rupestre en el Pan de Matanzas, en la Cueva de la Caja o en la Gruta Cimarrón 5? Estos, por solo citar algunos ejemplos.

5. El caso de las cachimbas o pipas necesita una revisión detallada en la actualidad pues si bien este era un elemento considerado hasta hace muy poco como ajeno a las culturas precolombinas del Caribe insular, el trabajo de los investigadores dominicanos ha permitido conocer la presencia de pipas de factura aborigen la sitios de la Española y Puerto Rico (Veloz, Marció. s/f).

Otra situación que nos ha hecho reflexionar sobre los presupuestos filosóficos manejados en la búsqueda de una respuesta a la problemática planteada en este trabajo, es aquella que ha considerado la filiación africana de los diseños rupestres en función de su tamaño. Al evaluar recientemente la composición actual del arte rupestre cubano, durante las jornadas del 1er. Simposium Internacional de Arte Rupestre de La Habana, y repasar los dibujos de la estación Solapa de María Antonia, en Pinar del Río, algunos investigadores nos cuestionaron si nosotros creíamos que “un dibujo de ese tamaño podía haber sido elaborado por aborígenes, parecía más bien de origen africano, realizado por cimarrones”.

En ocasiones nos resulta sorprendente escuchar este tipo de opinión, conociendo en sentido general cómo se manifiesta el dibujo rupestre a lo largo de todo el país, y sobre todo si tenemos en cuenta que el dibujo más grande de la Solapa de María Antonia tiene unas dimensiones de 116.0 cm. por 89.0 cm., mientras que el motivo central de la internacionalmente conocida Cueva No.1 de Punta del Este, en la Isla de la Juventud, presenta una extensión de 154.0 cm. por 105.0 cm. (figura 3). ¿Estamos ante un diseño de origen africano en Punta del Este?

Figura 3. Comparación dimensional entre diseños del arte rupestre cubano.
(A) Diseño de la Solapa de María Antonia, Pinar del Río.
(B) Motivo central de la Cueva No. 1 de Punta del Este, Isla de la Juventud.
(Fuente: Archivos del GCIAR)


Un caso peculiar en este tema es la magnífica obra Exploraciones en la plástica cubana, de Gerardo Mosquera (1983), en la cual su autor, a partir de comparaciones morfológicas, propone la hipótesis de que los petroglifos de la Sala García Valdés, en la Cueva de Mesa, Gran Caverna de Santo Tomás, son de factura africana, considerando la semejanza entre la morfología de sus diseños y los que aparecen adornando algunos objetos del cimarronaje rescatados en Vuelta Abajo.

Es indudable que la temprana ejecución de esta monografía no permitió a su autor conocer que el trabajo de los rupestrólogos cubanos ha ido definiendo y aislando un “estilo” o una forma de ejecución para este tipo de petroglifos, particularmente para el occidente de Cuba, determinándose que su morfología y técnica de ejecución se repite en las cuevas de Mesa, de los Petroglifos, de la Iguana, de la Cachimba y el Sistema Cavernario de Bellamar; por otra parte, un estudio reciente establece una relación, bastante bien argumentada, entre este tipo de diseños y las fuentes de aguas subterráneas que se localizan en estas cavidades, considerando este fenómeno como el resultado de procesos mágico–religiosos, vinculados a las propiedades curativas de los depósitos de agua en ambientes de reducción y su utilidad en la medicina aborigen de Cuba (Gutiérrez y Jaimez, 2008: 14, inédito).

Ahora bien retomando el trabajo de La Rosa (2007), analicemos algunos de los planteamientos antes citados, y recordemos lo sugerido por este autor en cuanto a la presencia de una cruz de tipo cristiano en la mano de una de las figuras antropomorfas en la Cueva de los Ídolos (La Rosa, 2007: 79). Aquí se hace necesario dejar establecido que “la cruz” como motivo ha sido encontrada en numerosas estaciones del arte rupestre cubano, y se repite en muchos casos el criterio de considerarla cristiana, dándole así indirectamente un sentido o “valor” cronológico y cultural, tal es el caso del petroglifo de la Cueva del Indio en la provincia de la Habana, donde: “Las investigaciones llevadas a cabo condujeron a los arqueólogos a inferir la posible vinculación de la obra con manifestaciones de cultos de origen africano, al observar una vez más la presencia del motivo cruciforme en el supuesto pecho…” (La Rosa et al., 1990 según Pereira, 2010:32). Similar situación ha sucedido con el reciente hallazgo en la Cueva Grande de Sierra de Cubitas, Camagüey de un diseño en forma de cruz que parece una réplica exacta de la cruz de la Cueva de Ambrosio en Matanzas, para esta localidad se ha planteado lo siguiente:

“Resulta inevitable que surjan dudas con respecto al nexo con la cultura aborigen de semejante dibujo. El símbolo del cristianismo es la cruz y la única explicación a este respecto es que se trate de pictografías de origen en efecto, aborigen, pero correspondientes a una etapa de transculturación, de indios sometidos al proceso ideologizante de la evangelización que comenzó casi inmediatamente después de la conquista” (Funes, 2005: 62).

Ante toda esta inexplicable cruzada por el cristianismo en nuestra rupestrología, solo podemos aludir que la cruz como figura ha sido utilizada por casi todas las culturas de la humanidad, sin llevar implícito ningún apellido; el criterio de “cruz cristiana” es, por lo tanto, poco sólido y sostenible, pues parte de un signo o símbolo utilizado en todo el mundo, del cual pretendió apropiarse el cristianismo. Su representación aparece en el arte rupestre precolombino de las Antillas y de América (figura 4) de forma abrumadora, pero si alguna duda quedara al respecto, remitimos al lector a uno de los diseños más interesantes del arte rupestre del hemisferio occidental: la piedra Huancor, en Perú (figura 4E), en la cual se encuentran representadas tanto la cruz griega, presente también en la Cueva No. 1 de Punta del Este; como la cruz alunada, presente en la Cueva de Ambrosio, Matanzas; y la cruz de tipo cristiano, presente como ya dijimos en la Cueva de los Ídolos, Habana.

Figura 4. Diseños rupestres de cruces en el arte aborigen de Las Antillas y América.
(A) Pictografía de dos cruces en negro de la Cueva de José María, La Altagracia, República Dominicana.
(B) Pictografía de una cruz en color rojo de la Cueva de José María, La Altagracia, República Dominicana.
(C) Pictografía en forma de cruz de la Caverna de Las Cinco Cuevas, Habana, Cuba.
(D) Pictografía de la Cueva de la Línea, Hato Mayor, República Dominicana,
donde se observa una figura antropomorfa con una cruz en su brazo.
(E) Petroglifo de la piedra Huancor, Perú, donde aparecen diversas variantes de figuras en cruz.
(Composición elaborada por los autores a partir de Núñez, 1975 y López, 2003).


En cuanto a los “…otros elementos particulares de cada una de las piezas alejan toda posibilidad de una vinculación con las culturas aborígenes” (La Rosa, 2007: 78), podríamos referirnos, por ejemplo, a la aparente relación entre la talla del perro, la talla de un ser humano (una mujer) y la de un pequeño recipiente con una jicotea (La Rosa, 2007: 78).

Al respecto, se puede argumentar que la relación perro - humano - jicotea o tortuga (la definición de jicotea en arte rupestre es algo arriesgada para asumirla como conclusiva) ha sido tratada en más de una oportunidad en las investigaciones arqueológicas de las Antillas. Un caso singular que ilustra muy bien esta relación es el de los elementos asociados dentro de un conjunto arqueológico en el sitio aborigen de Golden Rock, en la isla de San Eustaquio, Antillas Menores, donde los restos de cánidos aparecieron compartiendo el espacio funerario junto a un entierro humano aborigen de tipo primario, todos rodeando a una tortuga marina (Van der Klin, 1992: 61). En este sentido, también es bueno recordar que la asociación perro - tortuga fue descrita con anterioridad por el cronista Andrés Bernáldez, cuando refirió que el Almirante Cristóbal Colón había visitado una aldea de la cual huyeron sus habitantes ante la llegada de los conquistadores, y en ella se encontraron como únicos animales numerosas tortugas junto a 40 perros (Bernáldez, 1870; citado por Jiménez y Fernández, 2002: 80). Por otra parte cabe citar como respuesta más acertada a la mal supuesta lejanía de las culturas aborígenes, lo planteado por Oscar Pereira al decir:

“Hay que tomar en cuenta que las imágenes como la jicotea, la serpiente, el sol y la cruz son representaciones también muy utilizadas por los indígenas precolombinos, tales iconos son elementos simbólicos de las concepciones mítico-religiosas, tanto de las culturas africanas como aborígenes” (Pereira, 2010:31[en prensa]).

Quizás el más polémico de los planteamientos del Dr. Gabino La Rosa en el trabajo aquí comentado, sea cuando se refiere de forma particular a la figura solar de la Cueva de los Ídolos, sobre la cual el autor citado expresa:

“…pero no una figura del sol como la que pudiera haber representado un aborigen antillano, habituado a la síntesis y al lenguaje figurativo del ideograma. Es un sol y un rostro humano de expresión iracunda, situado no casualmente en lo alto del conjunto de tallas y petroglifos. Por su posición y tratamiento es fácil identificar en él a la deidad suprema de los yoruba: Olorum…” (La Rosa, 2007: 81).

Es importante decir aquí que el planteamiento que realiza este autor, es en su visión, consecuente con lo planteado por la investigadora Deisy Fariñas hace casi 15 años cuando refiriéndose a la figura solar en cuestión, escribió: “…un sol que es evidentemente africano, pues, está representado con rostro humano y no con círculos concéntricos como usualmente hacían los aruacos” (Fariñas 1995: 88).

Aun aceptando la relación propuesta por Fariñas y La Rosa, una vez más el tratamiento morfológico condiciona la relación mitológico-cultural, y se incurre de nuevo en el mismo error, al desestimar las amplias variantes que ofrece el arte rupestre aborigen de las Antillas. En este caso, al expresarse: “no una figura del sol como la que pudiera haber representado un aborigen antillano”, el autor no da detalles de los criterios asumidos para establecer los caracteres diagnósticos que podrían permitir la discriminación de una figura solar como aborigen o africana; lo que si intenta realizar Deisy Fariñas al proponer para los grupos aruacos del Caribe una dependencia entre diseños solares y círculos concéntricos.

Sin pretender extendernos demasiado en los problemas que presentan los criterios antes expuestos, reflexionemos que por ejemplo en ellos se desconoce la similitud evidente entre el diseño solar de la Cueva de los ídolos y un precioso diseño solar aborigen del arte rupestre de la Cueva de la Línea o el Ferrocarril, en la Bahía de San Lorenzo, al norte de la República Dominicana (figura 5), lo cual lógicamente cuestiona la validez del planteamiento de La Rosa y por su puesto emplaza en el campo del conocimiento al criterio de los círculos concéntricos.

Figura 5. Comparación entre (A) Diseño rupestre de la Cueva de los Ídolos, Habana, Cuba, y
(B) Diseño de la Cueva de la Línea o del Ferrocarril, Hato Mayor, República Dominicana.
(Fuente: Archivos del GCIAR)

Por otra parte si como caracteres diagnósticos cronoculturales se asumen los comentarios sobre la presencia del rostro, su expresión y la ubicación del diseño, entonces nos enfrentamos a uno de los problemas cruxiales que se detectan en la mayoría de los aportes al conocimiento del arte rupestre cubano, nos referimos al desconocimiento de la riqueza del dibujo rupestre antillano, pues petroglifos y pictografías solares con rostros son sumamente abundantes en nuestra área geográfica (figura 6). Estas imágenes se distribuyen dentro de las estaciones tanto en los lugares más altos como en los más bajos; en cuanto a sus expresiones, basten las figuras 6A y 6C, para ver un rostro alegre, o la figura 6F, para uno iracundo o, finalmente, la figura 6D, para un rostro asombrado: así, de esta forma, el sol y las caras solares, con diversas expresiones faciales, son numerosos en el arte rupestre de probable filiación aborigen en las Antillas. El número de sus representaciones no está documentado con exactitud, pero para citar solo algún ejemplo baste señalar que el investigador español Adolfo López ha logrado aislar 127 figuras solares, entre petroglifos y pictografías, en una sola estación de la República Dominicana: la Cueva de José María, al sureste de la isla de La Española (López, 2003: 296), y ninguna de ellas está representada por círculos concéntricos.

Figura 6. Diferentes imágenes solares con rostros del Caribe insular.
(Composición elaborada por los autores a partir de López, 2003)

Lo más curioso de los diseños de la figura número seis, radica en el hecho de que, si son comparados desde la perspectiva morfológica, todos tendrán un singular parecido con las imágenes del sol que se emplean en las cazuelas y coronas de Ochún, Yemayá y Oyá en la santería afrocubana (Guanche, com. pers., junio 2009); sin embargo, el problema surge cuando se sabe que ninguno de estos diseños solares pertenece al arte rupestre cubano. Valga entonces nuestro criterio de duda sobre las comparaciones morfológicas y su manejo como indicadores culturales. Entonces es en este momento donde debemos dejar establecido ante el planteamiento de: “…es fácil identificar en él a la deidad suprema de los yoruba: Olorum…” (La Rosa, 2007: 81), que varios antropólogos cubanos, dedicados al estudio de las religiones afrocubanas, han señalado en más de una ocasión que entre los yoruba existe una considerable distancia epistemológica entre Olorum y el sol (Guanche y Campos, 2000: 27-28).

Ahora bien si nos atenemos a Cuba y su arte rupestre (figura 7), entonces valga citar textualmente lo planteado por Pereira al referirse a esta problemática:

“Cabe mencionar que las culturas aruacas no representaron la imagen del sol y de la luna solamente con círculos concéntricos, sino también con rostros humanos en su interior, lo cual se conoce en muchas cuevas de nuestro país y el Caribe; por solo mencionar un caso, es la pictografía No. 4 de la Cueva de las Mercedes ubicada en Camagüey, Cuba” (Pereira, 2010:31[en prensa])

Figura 7. Pictografía número 4 de la Cueva de las Mercedes, Sierra de Cubitas, Camagüey, Cuba.
(Fuente: Archivos del GCIAR)


Para continuar nuestros comentarios críticos sobre los métodos utilizados para intentar demostrar la presencia africana en la ejecución del arte rupestre cubano, nos referiremos al que probablemente sea el caso más discutido en nuestro país con respecto a esta problemática: el de las cuevas de Guara al sur de la provincia Habana.

Estas estaciones fueron dadas a conocer públicamente en 1975 por A. Núñez Jiménez quien, ya entonces, consideró que la definición de la filiación cultural para estas espeluncas era un serio problema. De esta forma, sus propuestas van desde los aborígenes pre y postcolombinos hasta los históricos (Núñez, 1975: 9 y 103). Muchos son los autores que han opinado sobre el tema, pero la última propuesta detallada en este sentido fue la realizada por La Rosa, en el artículo de 2007 tan socorrido en este trabajo, en el cual, al referirse a estas localidades, nos dice:

Se trata de una escena en que el sujeto percibe el movimiento, y lo deja plasmado, nivel de
representación no alcanzado nunca en el arte aborigen de Cuba. Además en otras dos de
las pictografías existen escenas de caza de grandes animales con cuernos
(La Rosa, 2007:
72).

En nuestro modesto parecer, otros diseños pictográficos de nuestro país reflejan la congelación del movimiento percibido por el autor. Tal es el caso de la escena de tres figuras ecuestres en movimiento de la Cueva de los Generales, Camagüey, en la cual el artista, además, representó el movimiento en una perspectiva “en punto de fuga” de una calidad extraordinaria. Pero si esto no bastara, dicha capacidad quedó demostrada en varios otros ejemplos de la plástica rupestre antillana, como en la representación del típico chorro de agua que expulsan las ballenas, en una de las pictografías más interesantes del arte rupestre aborigen de la Cueva de la Línea, en la República Dominicana (Gutiérrez, et al., 2009, inédito).

Mención aparte merece la definición de “cuernos”, dada a los apéndices craneales que aparecen en figuras de cuadrúpedos indeterminados de las pictografías de Guara. ¿Qué argumento demuestra que dichos apéndices son cuernos y no por ejemplo – orejas-? ¿Qué se persigue con esta imposición morfológica, porque no se acepta otra posibilidad?, ¿Por qué no se acude a planteamientos más consecuentes con la realidad como el de Oscar Pereira cuando expreso: “…la imagen zoológica posee dos apéndices sobre la cabeza como si fueran tarros u orejas proyectadas hacia adelante…” (Pereira, 2010: 33[en prensa]).

A nuestro entender, tal posición solo puede ser entendida como la herramienta psicológica para condicionar al lector a ubicar dichos animales en épocas postcolombinas, pues hasta hace muy poco no se tenía otra respuesta para la representación de grandes cuadrúpedos por parte de los aborígenes, que no fuera identificarlos con las especies introducidas a partir del descubrimiento y la conquista, tal es así que todavía existen investigadores que no aceptan esta realidad y continúan refiriéndose a los representantes del orden Pilosa como fauna del pleistoceno (6) (Pereira, 2010: 36[en prensa]).

6. Desde hace 1.64 millones de años hasta los 8000 a.C.

Sin embargo, la arqueología moderna ha demostrado, por medios de cronología absoluta y de la zooarqueología, que los grandes edentados de Pilosa, como Megalocnus rodens, vivieron en nuestro país hasta bien entrado el holoceno tardío, como lo atestiguan los fechados C14 - AMS calibrados de 4 960 + 280 años AP, para Parocnus brownii, del sitio Las Breas de San Felipe (Steadman, et. al. 2005: 11765), y el de 4 190 + 40 a. AP, para Megalocnus rodens, de la Solapa del Sílex (MacPhee, R. D. E. et al., 2007: 96); esta última ubicada al sur de la Habana, con relativa cercanía a las cuevas de Guara. Así mismo, trabajos recientes han sugerido, con muchoselementos, que además de la convivencia temporal y espacial entre miembros del orden Pilosa y los aborígenes, es muy probable que existiese una interacción cultural (Rodríguez, 1988: 563; Izquierdo, et al., 2003: 55). ¿Por qué, entonces, emplear el término “cuernos” con su intensa carga de inducción cronológica y hasta culturala para los diseños zoomorfos de las cuevas de Guara, si la evidencia arqueológica ha demostrado, para esta localidad, tanto la presencia de artefactos históricos como de restos precolombinos?

Un caso particular en toda esta problemática es el de la Cueva de las Avispas del municipio Quivicán, provincia La Habana, donde aparece un importante petroglifo antropomorfo con un diseño en su mano izquierda que ha sido interpretada como la representación de un arco, sin embargo a esta localidad y las opiniones que sobre ella se han vertido no nos referiremos en detalle pues ya lo hicimos en nuestros trabajos “Representaciones de arqueros en el dibujo rupestre de Cuba. Consideraciones generales” y “Notas sobre los arqueros del arte rupestre cubano” publicados el primero en el No. 19 de la revista Catauro (2007), y el segundo en el número 42 del Boletín del Museo del Hombre Dominicano (2008), solo expresaremos que la insistencia entre líneas que se puede leer en numerosos artículos de La Rosa (1989, 1992, 1996, 2007) de vincular la representación de figuras de arqueros del arte rupestre de nuestro país con autores africanos o afrodecendientes tropieza con la realidad que impone el hecho de que la arqueología solo ha logrado recuperar dos evidencias materiales de esta arma herramienta, en las condiciones de Cuba, nos referimos a la flecha de Malpotón y la flecha de la Laguna del Tesoro, ambas de manofactura aborigen (Gutiérrez, Fernández y González, 2008: 337).

Con posterioridad a todos los argumentos y criterios antes comentados, Gabino La Rosa (2007) desarrolla toda una tesis sobre la morfología de los petroglifos de la Cueva de los Ídolos y su similitud con deidades del panteón mitológico africano o afrocubano, lo que le permite asignarles funciones vinculadas a las deidades supuestamente representadas. Lo curioso del hecho es el proceder metodológico empleado, al decir:

…sus funciones (7) nos llevan necesariamente a que se trató de un centro de culto, en el que se efectuaron o preparó la celebración de algún tipo de rito de carácter mistérico de algunas religiones de origen africano que se desarrollaron en Cuba… (La Rosa, 2007: 82).

7. Refiriéndose a los petroglifos.


O sea, la morfología de los grabados indica la presencia de deidades africanas; estas, a su vez, dan funciones a los petroglifos; y dichas funciones aseguran su origen africano, como era de suponer. Ante tal reduccionismo, en el cual no es posible elegir otra opción, donde la línea de pensamiento es convertida en un círculo forzosamente cerrado, nos preguntamos: ¿Las funciones de una deidad africana podrían indicar o sugerir otro origen? Por otra parte, al asignar a un diseño rupestre funciones determinadas por una deidad, con su carga de especificación restrictiva, y estas, a su vez, “asegurar” su origen cultural, se asume un proceder que nos recuerda el funcionalismo anglosajón, corriente que ha sido abandonada hace muchos años por la rupestrología, pues el criterio de función, al menos en arte rupestre, para que concluya con un enfoque satisfactorio, debe cuidarse de no ser extremadamente específico, con relación a un fin en particular (Consens 1997: 107). Obviando todas estas imprecisiones, La Rosa (2007) concluye su disertación expresando:

“…lo que resulta incuestionable, es que los petroglifos y esculturas de la Cueva de los Ídolos no guardan relación alguna con el arte aborigen de los grupos aruacos que poblaron la isla, y sí en cambio tienen una estrecha relación con la cultura, mitos y cultos de origen africano” (La Rosa, 2007: 82-83).

A pesar de que para La Rosa sus deducciones tiene un carácter “incuestionable”, nosotros en las líneas anteriores hemos intentado ilustrarle al lector, con sólidos argumentos, que muchos de los procedimiento y métodos de análisis utilizados para llegar a dichas deducciones, carecen al menos de una muestra que abarque un universo representativo del arte rupestre cubano y caribeño por lo que muchísimas de la conclusiones propuestas no se ajustan en nada al estado actual del conocimiento rupestrológico que de nuestra región poseemos en la actualidad, lo que, a nuestro entender, las convierte en un resultado muy alejado de lo que este propio autor considera como “una respuesta acabada al problema” (La Rosa, 2007: 73).

Un caso curioso dentro de toda esta problemática es el que definimos como: “Conclusiones Arqueo-ilógicas” en el uso casi mágico de esta variante, algunos investigadores ofrecen opiniones y apreciaciones –en su mayoría personales– como afirmaciones aparentemente conclusivas de un estudio detallado y argumentado, que en estos casos nunca es presentado, pero que en un juego casi perfecto del idioma castellano, logran presentar para el lector poco experimentado, como un argumento conclusivo infalible.

Pongamos un ejemplo de lo anterior, en el trabajo titulado “Cueva del Agua y del Hueso: patrimonio arqueológico en La Habana” del colega Jorge F. Garcell Domínguez, al referirse al arte rupestre de la Cueva del Agua, en la provincia Habana, se puede leer lo siguiente:

“Al comienzo de los estudios en el lugar se reportó la existencia en las paredes de la espelunca de dos amplios conjuntos pictóricos, atribuido el primero de ellos a las comunidades nativas con una economía de apropiación y el segundo a grupos humanos de origen afrodescendientes que utilizaron también la cueva como asilo temporal” (Garcell, 2009: 108).

Para más adelante referirse de forma sencilla a la supuesta significación de estos diseños alecir: “Se destaca el conjunto número 1, de 1,5 m de largo por 1,5 m de alto, compuesto por ocho figuras antropomorfas y con un alto significado ritual-performativo” (Garcell, 2009: 109). O proponer la relación de “zonas” del diseño con la cosmogonía afrocubana al decirnos: “Se pueden identificar en el conjunto la existencia de tres zonas bien diferenciadas, las que podrían asociarse a niveles cósmicos del modelo mundo (mitopoética) del hombre religioso de origen afrodescendiente” (Garcell, 2009: 109).

Aun cuando las evidencias arqueológicas encontradas en la localidad durante muchísimos años de trabajo, han demostrado que la misma está vinculada a varios períodos de ocupación; hasta hoy ninguna investigación ha demostrado, por ningún método la filiación cultural del arte rupestre de esta localidad, pero mucho menos este trabajo de Jorge F. Garcell, donde nunca se nos explica cómo se llega a la conclusión del significado ritual-performativo de estos diseños o como se asocian zonas del diseño a niveles cósmicos de los modelos religiosos de individuos de origen “afrodescendiente”, tampoco se nos explica porque “afrodecendientes” y no africanos auténticos de los miles que fueron traídos a nuestras tierras durante la colonia, en fin solo se nos dan supuestas conclusiones, pero nunca se nos introduce en la lógica del análisis, de ahí nuestra definición como conclusiones arqueo-ilógicas.

Otro caso relacionado con lo anterior es cuando este tipo de conclusiones se diluyen dentro de trabajos que si son portadores de importantes resultados sobre el tema, pongamos un ejemplo, en la monografía “La confluencia del arte rupestre aborigen y de esclavos cimarrones en las cuevas de Cuba” de Oscar Pereira Pereira, se puede leer refiriéndose al arte rupestre de la Cueva de los Ídolos: “Los correspondientes análisis realizados en la morfología y la técnica de ejecución empleada en los petroglifos brindaron base a los arqueólogos para confirmar la hipótesis defendida por Fernando Ortíz(8) (Pereira, 2010: 36 [en prensa]). Sin embargo ni en este trabajo ni en ninguno anterior ha sido nunca presentado un análisis detallado de la técnica de ejecución de los petroglifos de la Cueva de los Ídolos, que permita exponer argumentos serios para su definición cultural. Tales naufragios metodológicos condicionan la opinión del lector a una visión distorsionada de la realidad, aun en trabajos como el presentado por Pereira, el cual es sin lugar a dudas el enfoque más serio, detallado, exitoso y comprometido con una historia que se ha presentado sobre esta problemática de la rupestrología cubana.

8. Según el sabio cubano Don Fernando Ortiz era muy probable que estos diseños fueran realizados por cimarrones de origen africano (Pereira, 2010: 36 [en prensa])

El conjunto de los análisis hasta aquí realizados para numerosas propuestas de vinculación entre diseños rupestres cubanos y esclavos africanos o descendientes de africanos nos permite llegar a una conclusión parcial, y es que muchos de los investigadores que han realizado propuestas sobre temas relacionados con el arte rupestre cubano en general y con el supuestamente asociado a un origen africano en particular pueden ser, y de hecho son valiosísimos investigadores con un vasto conocimiento de la arqueología cubana, pero a su vez presentan un importante desconocimiento del arte rupestre antillano y caribeño, además de evidenciar poco dominio de los alcances y limitaciones que presenta los modelos teórico-metodológicos de la rupestrología contemporánea.


EL DESARROLLO DE LA RUPESTROLOGÍA Y UNA HIPÓTESIS EN ESPERA


La rupestrología moderna precisa describir aquello que constituye su objeto de estudio, esto puede parecer una simple tarea, pero nada más lejos de la realidad, puesto que esta operación implica un reconocimiento, para el que se hace necesario un código en el cual encajar aquello que observamos. Este simple código necesita definir y jerarquizar los criterios taxonómicos, cosa que, como hemos analizado hasta aquí, no se ha efectuado, cuando de la posible elaboración de arte rupestre cubano por grupos de origen africano se trata.

Lo que se ha hecho, hasta hoy en la mayoría de las propuestas, es incorporar como herramienta de sustento para la defensa de esta hipótesis un grado indescriptible de conceptualismos y apreciaciones personales convertidas en teorías supuestamente sustentables, cuyas claves son generalmente imposibles de descodificar, pues como ya expresamos ha primado el supuesto reconocimiento de cruces católicas en líneas cruzadas, o la reconstrucción y comparación de una especie a partir de imágenes incompletas o fraccionarias, o se les ha asignado el título de “cuernos” a apéndices que bien podrían ser orejas; pero, peor aún, se les ha asignado y personalizado una función mítica concreta a partir de casi una corazonada, o se ha insinuado a priori que las dimensiones de determinadas pictografías puede definir su filiación cultural, o casi se le ha prohibido a nuestros aborígenes dibujar soles con caras en sus sitios ceremoniales; o sea, se ha preferido "ante la duda, elegir", en lugar de "ante la duda, abstenerse".

A modo de conclusión: somos del criterio de que frente a todo este rosario de opiniones, a veces discrepantes, la hipótesis de la posible ejecución de imágenes del arte rupestre cubano por africanos traídos a nuestra tierra como esclavos y obligados a convertirse en cimarrones, ha presentado, hasta el momento, suficientes limitaciones metodológicas y de procedimientos, como para sentirnos satisfechos con las propuestas presentadas y aceptar, como un hecho demostrado, los planteamientos formulados.

El cimarronaje (tanto por auténticos africanos como por su descendencia) y su relación con el arte rupestre deberán ser vistos, entonces, como un conjunto de signos, símbolos e ideogramas que configuran una expresión artística de neoafricanidad, pues es el resultado de la adaptación y supervivencia en nuevas condiciones socioecológicas. Por ello, tenemos que asumir que fue inevitable el contagio con elementos y patrones impositivos de la cultura hispano-criolla. Esta realidad no ha sido explicada en los estudios rupestrológicos cubanos, pero nos es imposible admitir como respuesta a esta problemática, la desvalorización de la obra africana dentro del círculo académico nacional.

En nuestra opinión, la respuesta a este problema es mucho más seria y complicada, y depende de los enfoques teóricos y metodológicos que apliquemos a los estudios. Llegar a la sugerida “respuesta acabada” requiere de un esfuerzo para comprender que los lugares con arte rupestre no deben ser considerados como un agregado de imágenes aisladas, sino como un conjunto en el que las conexiones son claves para el entendimiento; asumiendo un cambio tanto en el modo de pensar, como en la manera de enfocar la investigación.

Por ejemplo, en repetidas ocasiones, La Rosa señala que muchos de los petroglifos de la Cueva de los Ídolos estaban cubiertos de raíces y fueron destapados: ¿por qué, entonces, no se mantuvo el estatus en un sector y no se tomaron muestras de dichas raíces, para realizar estudios de crecimiento de talus, que permitieran acercarse a su cronología con algún margen de certeza, en lugar de especular que por lo menos podrían tener una antigüedad de un siglo antes del hallazgo de Von Bandat en 1938? (La Rosa, 2007: 79). En este sentido, es también llamativo el señalamiento de que la coloración de algunos petroglifos “es producto de la humedad y la presencia de microrganismos” (La Rosa, 2007: 79). Entonces ¿por qué no se acudió a métodos más eficientes y no se trató de recuperar microorganismos que, por ejemplo, podrían haber contenido líquenes, que permiten estudios de cronología absoluta por Liquenometría, lo que nos aseguraría una posición mucho más sólida en cuanto a la antigüedad de los petroglifos?.

En otro orden, se comenta, también en más de una ocasión, que los petroglifos de la Cueva de los Ídolos resultan de hechura tosca y sin retoques o de hechura defectuosa (La Rosa, 2007: 80); pero la realidad es que, hasta ahora, no se ha enfocado la investigación hacia la interpretación de las trazas de ejecución, lo que permitiría acercarse a los posibles instrumentos con que se realizaron. Esta línea de investigación aportaría importantes resultados, si aceptamos que es bastante improbable la existencia de posibles similitudes en los instrumentos utilizados en la talla lítica por aborígenes y africanos.

Tampoco se han realizado proyectos de investigación encaminados a obtener acercamientos a la localización, preparación y composición de los colorantes e instrumentos utilizados en la ejecución del arte rupestre de las estaciones supuestamente vinculadas a los africanos y el cimarronaje, esta tarea solo ha sido llevada a cabo parcialmente para las cuevas de Guara (Arrazcaeta y García, 2010: 64 [en prensa]). Pero resultados parciales y puntuales no aportaran soluciones ni respuestas a corto plazo, se trata en nuestra opinión de la necesidad de un proyecto donde se analicen un sin número importante de variantes tecno-tipológicas del los modos conceptuales y de procedimientos presentes en el arte rupestre de un grupo considerable de estaciones y sus variantes, como la Cueva del Cura, del Abrón, del Garrafón, del Indio, de los Petroglifos, de Maria Antonia, de Camila, de los Ídolos, de las Avispas, de Paredones, de los Muertos, de los Matojos, del Aguacate, de Ambrosio, etc. En definitiva, existen toda una serie de recursos que nos permitirían elevar nuestro conocimiento sobre las especificidades, propiedades y características de los elementos con los que se trabajó en las estaciones que consideramos de probable factura africana.

Las implicaciones de estas propuestas metodológicas requieren no solo cambiar significativamente la forma de pensar, sino también la forma de abordar y trabajar los sitios rupestrológicos: la impaciencia por ver la morfología de un diseño no puede predominar ante la necesidad de conservar su cobertura vegetal o microbiológica, pues en esta puede estar la respuesta acertada y definitiva a importantes problemas teóricos.

Con el apoyo de estas propuestas que hemos enumerado, y de muchas más que son necesarias para la evaluación de cada caso en particular, así como con la utilización de técnicas de análisis más depuradas, se lograrían resultados de gran interés, que permitirían verdaderos acercamientos científicos a las distintas manifestaciones artísticas y a las supuestas manos africanas que las practicaron. A la perspectiva de la recuperación morfológica hay que agregarle los requerimientos de la nueva rupestrología, y renunciar definitivamente a la lectura iconográfica –realizada como si pretendiéramos leer la leyenda de un mapa–, pues el arte rupestre es un elemento dependiente de la estructura de la sociedad en que se ejecutó y de su relación con el entorno, lo que hace posible, entonces, que un mismo signo pueda tener significados diferentes según su utilización dentro de los estratos que determinan la ideología, o según su posición en la estación, o en correspondencia con su signo vecino, etc.

Es evidente que una figura de cruz puede tener numerosas implicaciones dentro de las estratificaciones sociales (en cualquier sociedad), que no podemos sintetizar en el concepto reduccionista y contemporáneo de “cruz católica”. Para ejemplificar nuestra afirmación, baste solo decir que en la actualidad un icono en forma de cruz, cuyos signos vecinos anteriores e inmediatos sean números, es inmediatamente interpretado como un signo de sumatoria, y nada tendrá que ver con una expresión ideológica o religiosa. Esta simple reflexión nos indica que en todos los tiempos las representaciones han estado condicionadas por el propio funcionamiento de la sociedad y sus necesidades, pero nunca estrictamente por su morfología. Esto ha sido enunciado por importantes especialistas y comprobado para muchas partes del mundo, como se aprecia en las siguientes líneas:

“La cruz aparece frecuentemente relacionada con los puntos cardinales Norte, Sur, Este y Oeste, al mismo tiempo simboliza la elevación del alma o espíritu y la aspiración a la inmortalidad, deviene como la unidad de la vida y la muerte, puede simbolizar la fecundidad, el espíritu, el principio masculino, está relacionada con cultos fálicos; las cruces fueron utilizadas en imágenes de animales estilizados, así como en emblemas religiosos desde el Egipto antiguo, el cristianismo, hasta nuestra época, etcétera”. (Toporov et al., 2002: 123 y 139).

Emprender esta nueva visión de una forma eficaz no será posible sin la ayuda de nuevas y potentes herramientas ligadas a la gestión de los datos seleccionados; pero de nada servirá una nueva herramienta o un nuevo método, si las preguntas que realizamos al registro rupestrológico permanecen siendo las tradicionales, pues no se puede seguir proponiendo filiaciones culturales para el arte rupestre cubano sin conocer a fondo las evidencias específicas en las que debería basarse la comprobación de sus presupuestos, pues hace mucho dejamos atrás los tiempos en que se podían asumir procesos de investigación rupestrológica sin una fundamentación teórica que diera sentido al proceso de análisis.

Entonces, hasta tanto no se asuman estos presupuestos de forma teórica y práctica durante los proyectos de investigación, la hipótesis sobre la posible ejecución de arte rupestre en las cuevas de Cuba por africanos traídos a nuestro país entre los siglos XVI al XIX seguirá esperando por procedimientos metodológicos y de análisis que la acerquen, al menos, a un discurso coherente, por lo que, en la actualidad, debemos considerarla una hipótesis en espera de su adecuada documentación científica.


AGRADECIMIENTOS

Queremos dejar constancia escrita de nuestro más sincero agradecimiento a la Dra. Niurka Núñez y el Dr. Jesús Guanche por la revisión de los originales y sus importantes sugerencias, imprescindibles en la construcción final de nuestro discurso. Un agradecimiento impostergable para el Dr. Miguel Barnet y todo el equipo de trabajo de la Fundación Fernando Ortiz, al aceptar con generosidad los resultados de nuestro trabajo y gestionar su publicación, finalmente al colega y amigo MSc. Jorge Ulloa, por la ayuda prestada en la elaboración definitiva de este proyecto.


abreu

—¿Preguntas, comentarios? escriba a: rupestreweb@yahoogroups.com

Cómo citar este artículo:

Gutiérrez Calvache, Divaldo ; González Tendero, José B. y Fernández Ortega
Racso.
Arte rupestre africano en las cuevas de Cuba. La necesidad de un
cambio en las herramientas metodológicas
. En Rupestreweb,
http://www.rupestreweb.info/arterupestreafricano.html

2014

 

Ver discusión a este artículo en: “Arte rupestre africano en las cuevas de Cuba”: Discusión metodológica en una revista peruana. Por: Odlanyer Hernández de Lara.


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