Venezuela


Escrito en la roca. Un lenguaje plástico:
mito y petroglifo en Falcón

Camilo Morón camilomoron@yahoo,es

“Una teoría mantiene su vigencia hasta que los hechos obligan a abandonarla y a crear una nueva. Los hechos preceden a la teoría y regulan la labor de teorización. En esta concepción no tiene cabida ni la imaginación, ni la especulación, ni la estética, ni ningún otro factor individual o subjetivo. Los hechos se van acumulando hasta construir una teoría, siguen acumulándose hasta que dicha teoría se derrumba y en su lugar aparece un cúmulo de datos empíricos mayor  aún, y así sucesivamente.”

L. Pearce Williams. Relativity Theory: Its Origins and Impact on Modern Thought.

El Estado Falcón cuenta en su  Patrimonio con una de las muestras más ricas y diversas de petroglifos en Venezuela; se les halla en la línea costera –El Supí, Adícora, Playa de Cucuruchú–, en la sabana árida –El Mestizo, Piedra Pintada, Los Pozones, Piedra Grande, Cerro Frío, Tupure– y en el sistema montañoso de la Sierra de San Luis, región donde se encuentra el Parque Nacional Juan Crisóstomo Falcón, en cuya proximidad destacan las estaciones de Cabure, San Hilario, El Ramonal, Carayapa, Viento Suave, San José, Los Riegos y Hueque, semejantes en sus símbolos –espírales, rostros cuadrangulares, círculos concéntricos y círculos radiados, manifiesto predominio de figuras antropomorfas– y estilos: grabados en bajorrelieve de 0,5 cmtrs de profundidad por 1,2 cmtrs a 2,0 cmtrs de ancho, disposición armoniosa de los motivos; pudiendo quizás hablarse de una estación que cubre una vasta superficie de varios kilómetros cuadrados; “siendo –asevera el Ejecutivo del Estado Falcón–, sin lugar a dudas, el conglomerado de arte rupestre más grande de Venezuela.” (1)

 Estación: La Cuiba. Municipio Democracia


Aseveración aún por verificar. Igualmente, cabe mencionar la estación Cueva del Indio, en el Parque Nacional Morrocoy, visitada por Perera en la década de los setenta y descrita en la revista de la Sociedad Espeleológica Venezolana; o los petroglifos de la costa Oriental de la península de Paraguaná que ocuparon la atención de Pedro Manuel Arcaya a comienzos de la pasada centuria; o, bien, la estación cercana a Taimataima, que fue registrada y descrita por Cruxent; o los petroglifos cercanos a la población de El Mestizo, visitados por Hernández Baño, asociados a una significativa tradición oral, a tal punto que se les conoce como Los Santos, evocando ecos de sacralidad. Los petroglifos tienden un puente entre la sensibilidad primieva amerindia hasta la plástica de las vanguardias, suerte de vasos comunicantes, como lo testimonian las obras post-vanguardistas de J. M. Cruxent y Oswaldo Vigas.

José Vicente Abreu escribió las líneas que pueden leerse –éstas sí– en la esquela que acompaña al megalito labrado, significado, que apertura el Hall de la Biblioteca Central de la Universidad Central de Venezuela; (1bis) y sus signos, sus caracteres, su mensaje aún envuelto permanecen en el misterio, su magia es aún secreto...; y puede que ello convenga así, puede que su potencia evocadora sea gracia de su arcano, de su críptico semblante. Sea como fuere, está allí: evocando los orígenes,  sugiriendo dramas del alba de la especie, de los inicios de la cultura, de la noche de los tiempos, la nuit des temps, como dijera con nostalgia sombría el viejo poeta.

Ancestralidad y modernidad tienden en el presente un puente. El paralelo entre rito y performance es poco menos que evidente: es la dramatización de un pensamiento que no puede ser reducido a su nuda racionalización. Tanto el performance  como el arte del cuerpo miran hacia rituales de otras culturas; citemos, a título de ejemplo, la obra de Keith Haring, definida por la necesidad de acción rápida, esquemática y en ocasiones efímera, sobre muros, objetos y cuerpos, obra que es  a una vez afirmación individual e intervención colectiva.

Asombran las correspondencias que encontramos entre los motivos de los petroglifos y la obra de Joan  Miró: hay animales, estrellas, plantas; elementos humanos: cabezas, manos, senos, sexos. Incluso la manera en que estos elementos son tratados evocan el esquematismo, la pronta linealidad de representaciones entrevistas en el sueño o en estados extáticos.

La relación entre Historia del Arte y Etnología no siempre a sido una relación clara y amistosa: en sus obras, los etnólogos suelen citar solamente etnólogos; cortesía que le tienden por lo regular los historiadores del arte. Mencionemos, de paso, que nada que esté por debajo de una pirámide azteca o una escultura megalítica tolteca parece merecer la atención de nuestras academias; marginando la mitología, la cerámica, las manifestaciones rupestres, la cestería, el arte corporal de nuestra próxima herencia  indígena. Ya lo había notado Alfredo Boulton al considerar La fumadora, pieza de cerámicaindígena, procedente de Camay, Estado Lara y que hoy forma parte de la colección del Museum of the American Indian  en Nueva York : “Lo que muchos museos supieron valorar desde hace muchos años, no lo supimos hacer nosotros.” 

Estación: El Mestizo. Municipio Miranda


Los petroglifos y la oralidad figuran entre los testimonios más antiguos y proteicos de nuestra memoria colectiva; entróncanse  en el curso de nuestro sino como Nación antes que aquello que hemos dado a llamar –un poco generosamente– el ser nacional. Preceden largamente a la Crónica y al legajo, y cuando éstos se fosilizan y trocan en asunto exclusivo de especialistas, la oralidad y los petroglifos actúan presentes allí donde están y con quienes están.

Partimos de un hecho que nos expone tanto la experiencia como nuestras lecturas: Lo real no es igual en el campo y en la ciudad. Aunque en nuestras ciudades perviven numerosos rasgos de usos, nociones y costumbres de un inmediato pasado agrícola, es innegable que éstos tienden a desdibujarse, a reconocerse en otro espacio, quedando sujetos a otra mecánica que les redefine. Una cosa es abordar el estudio de los petroglifos en la comodidad de nuestro gabinete, leer con deleite algún Journal dejado en nuestras bibliotecas por algún exótico viajero, contemplar dibujos y fotografías mientras vaciamos tazas de aromático té. Otra –muy otra– es la experiencia de encontrarnos con los petroglifos en el campo, hablar con quienes comparten espacio y memoria día con día con estos testimonios; ver alzarse esas rocas marcadas humanamente entre pastos y romerías, a la vera de caminos y siembras tan antiguos como la sangre, tan vetustos como esas piedras, como ellas llenos de significados. Visitando la estación de Viento Suave, en la Sierra de San Luis, nos sorprendió la lluvia; la luz era particularmente mala para la fotografía: parecía tiempo y dinero perdido. La lluvia lenta, generosamente, fue llenando esas agrupaciones que se suelen llamar puntos acoplados. Ante nosotros una constelación de pequeñas oquedades fue recogiendo las gotas que resbalaban por la superficie de la roca, caída desde el cielo y las hojas. Ponía en evidencia esta llovizna menuda la relación entre esta estación y el ciclo anual: una metáfora de la vida. La Antropología es el arte de hacer decir lo que no está dicho y, sin embargo, está expresado, no en el discurso pronunciado, sino de manera cifrada en el discurso de los seres y las cosas. Definir es limitar; eso ya se sabe. Para nosotros los petroglifos son documentos contemporáneos y no solo monumentos de episodios estancos, de acontecimientos pasados.

El primer requerimiento de toda prueba es, desde luego, que los datos sean exactos y estén sujetos a control. Para satisfacerlo, solo hemos empleado, en la mayoría de los casos, datos obtenidos de primera mano y cuando no, hemos recurrido a publicaciones e investigaciones suficientemente acreditadas. Quizás esto pueda parecer demasiado pedante y acaso haya determinado la omisión de materiales válidos; pero nunca se insistirá bastante en que el investigador, si quiere que se le crea entre los sectores más escépticos del público e incluso ante el auditorio mismo de sus no  siempre bien dispuestos colegas, debe adoptar métodos de exposición que ofrezcan garantías de resistencia a cualquier examen crítico.

Buen número de datos presentados en este texto han sido recogidos personalmente por el autor. Ello se debe no a una sobreestimación de su exactitud o importancia, sino simplemente a la circunstancia de que nos hemos interesado específicamente en una cuestión que otros investigadores han tocado apenas de paso, cuando no negaron francamente su adecuación o pertinencia. Establecer la relación entre los petroglifos y la oralidad requiere de un cambio de estrategia; ya no se trata de establecer fechas o taxonomías; se requiere de un cuestionario tangencial, de un cambio radical de las mismas interrogantes. A los petroglifos, como a todo problema genuinamente histórico, corresponde aquella sentencia de Croce que reza: “toda historia es historia presente”, desde allí hemos de iluminarles.

Antes de exponer nuestros datos, conviene hacer una advertencia: estamos plenamente convencidos  con  Pavese  de  que el mito es un lenguaje, un medio expresivo –esto es, no algo arbitrario, sino una matriz de símbolos que posee, como todo lenguaje, una particular sustancia de significados que ningún otro medio podría proporcionar. “Cuando repetimos un nombre propio, un gesto, un prodigio mítico, expresamos en media línea, en pocas sílabas, un hecho sintético y abarcador, un meollo de realidad que vivifica y nutre todo un organismo de pasión, de estado humano, todo un complejo conceptual.” (1tris)

Estación: Hueque. Municipio Petit.
 Fuente: Montalbán. 1975.Fotografía tomada hacia 1920.

El mito es también una estructura lingüística que esconde otra estructura más profunda, la cual procura constituir, según Lévi-Strauss, respuestas claves a preguntas esenciales que se hacen los hombres universalmente. Clarac ha señalado que un mito es a menudo un relato  que conserva a través del tiempo unos hechos  históricos, los cuales van modificándose en el devenir del tiempo, llegando a mitificarse plenamente.(2)

Para la clara valoración de los petroglifos, las fuentes, las piedras míticas y otras manifestaciones de nuestro legado indígena es preciso oponerlas sobre la totalidad del pensamiento mítico, se requiere entonces de una arqueología de la oralidad. “El mito –sostiene Marc de Civrieux– constituye la raíz de toda cultura natural, es decir, de toda cultura autóctona, desde la época arcaica hasta la época actual, ya que sobrevive en las habitaciones humanas no urbanas de la actualidad y nada ha cambiado en su mensaje universal ni en sus episodios anecdóticos, desde el tiempo de los babilonios o los egipcios. Sus héroes son los mismos arquetipos de cuerpo puramente mental, según se entiende de la obra del gran psicólogo moderno Carl Gustav Jung, la del filósofo contemporáneo Alan Watts o la del escritor Hermann Hesse, cuya infancia fue mágica. Estos, entre muchos otros poetas y filósofos de nuestros tiempos… El mito no usa conceptos para expresarse, sino que relata escenas concretamente vividas y sus personajes son arquetipos que nunca mueren ni envejecen. Comunica enseñanzas fuera de los conceptos filosóficos de origen urbano, basados en hechos objetivos sin juicios de valor. Esos son sus símbolos.” (2 bis)

Por lo común suele vincularse el nombre de Manaure a aquél que Juan de Ampiés conoció en 1527, aquél que en versos retrató Juan de Castellanos en sus Elegías, aquél que sufrió los desmanes de los Welser. Nuestro Manaure, en cambio, está atado a unas rocas desnudas y orgullosas que se levantan en la línea de la costa, cercanas al puerto de La Vela; a las aguas termales que liberan sus colores medicinales en las áridas extensiones de Agua Clara; al halo de la Luna en las montañas andinas, al príncipe de las serpientes que moran en el cauce de los ríos, a las calzadas o terraplenes en las tierras anegadizas de los Llanos, al mítico Manoa de las selvas de El Dorado. Seguir su huella ha sido como armar un laberinto de espejos…;  de una nota al pie de  página de una obra de Beaujon a una hemeroteca en la Universidad de Los Andes, de ésta a una hemeroteca en Caracas y de allí a la Revista Tricolor –en su mejor época–. Es una inquisición un poco de historiador y de niño. Es una investigación llena de gratas  coincidencias y de coincidencias –aparentes– maravillosas. Como bien saben los iniciados y los poetas –que las más de las veces suelen ser uno, cuando son auténticos–, la magia se silencia.

Al inquirir sobre los petroglifos y las piedras sagradas, el nombre de Manaure se nos imponía de una y mil maneras. Ello nos puso sobre una pista brumosa e hizo que, proviniendo de distintos horizontes, nuestro camino y el de Gilberto Antolínez se cruzaran. Un sábado 9 de septiembre de 1944 escribía Antolínez en El Universal:

“Los cronistas españoles nos hablan de ‘el Manaure’. Tengo suficientes motivos para establecer que Manaure no es nombre propio de varón, sino el nombre de una jerarquía política, tal como otros de la historia, como Inca, Minos, Jerjes (Xchatria), Faraón, Czar. La arqueología nos hace comprender las relaciones de los Kaketío de Coro con las Grandes Antillas, relaciones de comercio y de continuación cultural (Gladis Ayer Nomlnad, Francisco Tamayo, G. Antolínez, Cornelius Osgood). Los Zemi o ídolos de piedra del Estado Falcón, son exactamente iguales a los de los Taínos de Cuba; las denominaciones geográficas de esta isla, y la de los distritos políticos de la nación Kaketía (Lara, Falcón, Yaracuy, Barinas, Portuguesa, oriente de Mérida, norte de Cojedes), coinciden sorprendentemente; de donde deducimos que no es errado suponer que los kaketíos hablaban una parla Arawak muy afin de la taína  de Cuba, Haitiano, Eyeri-kabre y otros dialectos similares. Los Kaketíos son los más conspicuos representantes de los Arawak de la costa de Guayana, o Lokono, pobladores, durante la diástole arawak, de las islas mayores y menores del Caribe, de donde fueron expulsados poco a poco por los Karibe piratas  y  guerreros.  Por  lo  tanto, sentada ya la afinidad   arawak antillano-kaketío, se admitirá –escribía Antolínez– que yo procure ventilar una etimología kaketía, partiendo de las radicales antillas clásicas sentadas por Rafinesque, Mártir de Anghiera, Las Casas, Codazzi y otros investigadores conocidos.”(3)

Puesta ya la pieza en el telar, veamos: Podemos descomponer el nombre de Manaure en las siguientes raíces: 1) Ma: grande, elevado; 2) Na: propuesto; 3) Hu: alto, elevado; 4) Re: rito; en síntesis: el que ha sido propuesto al alto rito. Otra fórmula posible sería la  siguiente: 1) Ma: grande; 2) Na: propuesto; 3) Hu: elevado, alto; 4) Re: procedencia; o sea: propuesto por su  alta procedencia. Concuerda con estas significaciones el testimonio histórico. Fray Pedro Simón relata que Juan de Ampiés “trató de hacer la amistad con el señor de una gran Provincia en aquellos indios Caquesíos (que así se llaman) y estimado de todos los caciques sus circunvecinos, y aún temido, pues le pagaban tributo con que venía a ser poderoso en riquezas, que era una de las razones porque tanto le estimaban, y por su buen talento y discurso, con el cual hacía entender a los demás que él era autor del mundo, y por su mano y poder se habían creado los elementos y se producían y conservaban todas las cosas que cría tierra; se engendraban los rayos, truenos, relámpagos, aguas y todo lo demás de las cosas bajas y altas; con esto a los que tenía persuadidos lo estaban tan bien, que de sus manos les venían los buenos tiempos, salud y abundancia de sementeras; y que nada sin su poder podía suceder prósperamente. Levantábase con esto tan a mayores  su arrogancia, que se hacía temer de todos, de manera que cuando salía de su casa o pueblo a visitar a sus vasallos, teniendo por desprecio o falta de autoridad andar por su pie, se hacía llevar en hombros en una hamaca, por los más principales de sus vasallos”. Julio C. Salas comenta que “la nación Curiana o Caquetía estaba dividida en multitud de cacicazgos independientes unos de otros pero sometidos a la autoridad absoluta del gran señor de Paraguaná, al cual consideraban sus súbditos depositario de la autoridad religiosa, y como de origen divino atribuírsele la facultad de disponer a su antojo la producción de fenómenos naturales y también de hacer abundar las sementeras.” Frazer ha demostrado suficientemente que cuando todas estas circunstancias concurren en una sola persona, se trata de un Sacerdote-Rey, esto es, de alguien que reúne en sí  poderes políticos y religiosos.(4)

Fuente: Guía General de Venezuela. 1929.

Expongamos ahora las pruebas derivadas del trabajo de campo. En las montañas merideñas, los campesinos llaman Arco Manare o Arco Manaure al fenómeno meteorológico producido por cristales  de agua en la alta atmósfera, formando un halo luminoso alrededor de la Luna, recomendando cuidarse de su influjo, como en sus investigaciones, a generaciones de distancia, han encontrado Alvarado y Clarac. En las cercanías del pueblo costero de La Vela de Coro, se levantan desafiantes, contra el mar y el agreste paisaje, un grupo de rocas de singular y solemne belleza; al preguntar a los vecinos por el nombre del monumento natural, le responderán “las Piedras de Martín”. Bien, pero cuál Martín, a lo que añadirán “se trata de un antiguo cacique del lugar…”

¿Cuál cacique Martín? En Falcón no se conserva memoria  de tal cacique Martín, fuera de esta referencia en las rocas. Tampoco las crónicas parecían muy prometedoras, pero fueron ellas las que vinieron en procura de auxilio: el nombre cristiano de Manaure era Martín Manaure. Preponemos la siguiente ecuación: Piedras de Martín igual a Piedras de Martín Manaure y éstas a su vez iguales a Piedras de Manaure, en conclusión: Piedras de “El Manaure”, esto es, Piedras del Jefe Supremo de los Sacerdotes y Médicos-Magos. En los ríos falconianos, habita una serpiente a la que comúnmente se llama manare, suele ser de color blanco y el ejemplar que tuvimos ocasión de ver tenía ojos  verdes como gemas, su efigie es soberbia y aterradoramente hermosa. Se le llama también príncipe (en algunas regiones se llama príncipe a una sierpe enteramente negra). La gente por lo común le teme y la sabe devoradora de serpientes.

Las Aguas Termales de Agua Clara o Aguas Termales de La Cuiba, a las que se recurre con fines medicinales, están íntimamente ligadas a la leyenda del Rey Manaure. Tal la historia que recoge la tradición: Una viejita de origen caquetío, que desde su infancia conservaba una fe ciega respecto a la generosidad de Rey Manaure, encontrándose sumida en la mayor miseria acudió a la Cuiba, donde se dice que vaga el espíritu del gran cacique y rogó al ánima del caudillo de sus antepasados le otorgara una limosna por el amor de Dios. Al llegar a los Pozos del Saladillo, que es otro de los nombres de la Cuiba, golpeó por tres veces con un pequeño machete que llevaba en la mano el peñasco que da origen a una de las muchas vertientes de las Aguas Termales y dijo: “Rey Manaure dame mi limosnita…” Al pronunciar estas palabras, las aguas de aquellos manantiales saltaron a gran altura,  luciendo los más variados colores. Grande fue el susto de la mujer cuando vio que a sus pies caía, dispuesta al ataque, una culebra de color amarillo intenso que la observaba con pupilas de fuego.

La anciana asustada ante la amenaza del reptil, sin saber lo que hacía, le descargó un fuerte golpe con el machete partiendo al monstruo en dos. Cuando recobró la serenidad, observó que en vez de la peligrosa sierpe, se hallaban en el suelo dos limpias barritas de oro. (5) En el presente, los lugares aledaños a la Cuiba son usados en tratamiento de cristaloterápia, dada la riqueza de cristales de cuarzo a ras del suelo y en sus mismos paisajes menudean los buscadores de ovnis y otras luces en el cielo: sangre nueva en viejos cauces.

La leyenda del Rey Manaure tiene un epílogo a una vez edificante y trágico, como tiempo después de hechas las primeras investigaciones vinimos a saber, gracias a un relato de mi madre, oriunda de la población de Agua Clara. Cuenta la tradición que tras reponerse del susto, la anciana caquetía recogió su dádiva y tornó al poblado, volviendo cada Semana Santa a las aguas de la Cuiba para pedir su limosna al Rey Manaure, quien siempre aparecía de la manera antes dicha. La anciana caquetía llevaba una vida modesta, pero su nueva riqueza la obligó a recurrir a una vecina adinerada para solicitarle una medida de oro. La vecina rica pensó qué medirá una pobre india, por lo que resolvió verter cera en el fondo de la medida. Una vez que la anciana caquetía hubo tasado su peculio, devolvió la medida a la vecina rica donde ésta encontró una moneda de oro brillante y puro; ante este hallazgo resolvió espiar a la anciana.

Llegada la Semana Santa, la vieja caquetía se dirigió a las aguas termales, pero en esta ocasión alguien le seguía. Al llegar a las aguas, golpeó con su pequeño machete en la orilla, mientras decía: “Rey Manaure, dame mi limosnita.” Las aguas se agitaron y de ellas salió una pequeña serpiente amarilla que se trocó en menudas piezas de oro. La anciana caquetía dio las gracias, cogió las monedas de oro y se marchó.

Todo esto fue visto por la vecina rica que permanecía oculta. Cuando se hubo ido la anciana caquetía, la vecina rica salió de su escondite y llegando a la Cuiba, golpeó tres veces la orilla al tiempo que decía: “Rey Manaure, dame mi limosnita”. Las aguas se agitaron, bulleron rabiosamente. La vecina dio un paso atrás, asustada, a punto de hechar a correr. Del interior de la Cuiba emergió un reptil monstruoso que devoró de un solo mordisco a la vecina avariciosa. El reptil volvió a las aguas; éstas quedaron quietas y mudas en el silencio amarillo de las tierras áridas.

Por propia experiencia hemos podido constatar que las prendas de plata y otros metales al ser sumergidas en esas aguas se ennegrecen, mientras que el oro permanece reluciente. Quienes van a tomar baños terapéuticos en las aguas termales suelen dejar algunas ofrendas en metálico.

Cuenta la leyenda que en su éxodo Manaure era llevado en una lujosa tarima a hombros de los señores de la tribu; atravesó quebradas, ríos, cerros y extensos cardonales; en su marcha arrojó todas sus riquezas a las aguas termales de la Cuiba para que no callesen en manos de los invasores. Surge aquí un claro paralelo entre las leyendas de Manaure y El Dorado a través de Manoa y Kata Manoa, la gran laguna. Como se recordará, Manoa ha sido identificado en algunas tradiciones como el mítico monarca de El Dorado; en otras como la capital del reino. Isaac J. Pardo recoge una tradición de los Chibchas del Reino de la Nueva Granada, nacida de una sombría leyenda de celos, en cuyo recuerdo los caciques de Guatavita lanzaban ofrendas a la laguna en determinadas épocas del año, posible poetización del rito de sacrificar mujeres jóvenes a las deidades acuáticas. Antolínez anota que los Caribes de Surinam, hacia donde alguna vez debió levantarse la fabulosa ciudad de El Dorado, dan el nombre de Manarwa o  Mahanrva a sus caciques.

Estación: La Peña Clara. Municipio Petit

Al ocuparse  de las “calzadas” de los Llanos de Barinas, escribía Alvarado: “Conociéndose de manera tan imperfecta las construcciones referidas, muy poco se podrá responder sobre las procedencia de ellas. Febres Cordero y Arcaya, llevados cada cual por consideraciones basadas en la importancia de las tribus que ocuparon las Sierras Nevadas y las Costas de Coro, piensan que migraciones de una o de otra nación pudieron dar origen a los caminos. Arcaya, a lo menos, aduce un pasaje de las crónicas de la conquista: “…dice el P. Carvajal que había memoria en los Llanos que Manaure se retiró hasta allá con gran número de sus súbditos y muchos tesoros que sepultó en la laguna de Caranaca. Había la tradición que unos montículos de tierra en la sabana los hicieron los Caquetíos para que descansara su jefe en las inundaciones. Descartando de esta tradición lo eminentemente falso, de que estos trabajos se hicieran para sólo el tránsito de Manaure, siempre hallamos afirmado en el fondo que las calzadas de los Llanos fueron obras de los Caquetíos.” (6) Escribe Jahn, al terciar en esta discusión sobre las calzadas: “En cuanto a los terraplenes, colinas y calzadas artificiales, no cabe duda de que constituyen una característica cultural de los pueblos aruacos. De sus manos provienen los túmulos y terraplenes de  tierra (mounds) que se encuentran abundantes en la provincia de Mojos, el Delta del Paraná, el alto Paraguay y la Isla de Marajó y la existencia de otras de igual naturaleza en la región anegadiza de nuestros estados  Portuguesa y Zamora, en territorios que, al tiempo del descubrimiento y conquista, estaban poblados por numerosos indios de la nación caquetía, prueba hasta la evidencia el origen aruaco de éstos. De que las calzadas o terraplenes de los llanos de Venezuela fueron construidos por los caquetíos, dan testimonio los antiguos cronistas. Fray Francisco de Carvajal, en su viaje de exploración del río Apure, efectuado por los años de 1646 y 1647, refiere que vieron “empinadas ceibas y jobos, constituidas éstas y aquéllos en unas eminencias que a mano compusieron las tropas inmensas de los indios caquetíos que se retiraron por estos llanos cuando la venida de los españoles primeros que tomaron tierra en Coro, y fueron a poblar con su cacique el gran Manaure la laguna de Caranaca.” (7)

En los petroglifos que se levantan en el espacio fronterizo del Estado Táchira y la República de Colombia, se ha encontrado un notable glifo que se repite con pocas variables en varias estaciones. Se trata de una figura antropomorfa, erguida sobre lo que parece una tarima, tocada su cabeza con una suerte de penacho. Puede reconocerse en ella a un jerarca o una deidad, o la conjunción en una persona de ambos atributos. Tal motivo nos trae a la memoria las palabras que Fray Pedro Simón dedicase a Manaure: “Levantábase con esto tan a mayores su arrogancia, que se hacía temer de todos, de manera que cuando salía de su casa o pueblo a visitar a sus vasallos, teniendo por desprecio o falta de autoridad andar por su pie, se hacía llevar en hombros en una hamaca, por los más principales de sus vasallos.” Juan de Castellanos en sus Elegías de Varones Ilustres de Indias nos ofrece una estampa moral de primera mano del hombre y de su poder:

“Fue Manaure varón de gran momento,
De claro y sagaz entendimiento.
Tuvo con españoles obras blandas
Palabras bien medidas y ordenadas;
En todas sus conquistas y demandas
Temblaban del las gentes alteradas;
 Hacíase  llevar en unas andas
Con chapas de oro bien aderezadas,
Y el amistad y la paz después de hecha
La tuvo con cristianos muy estrecha.”  (8) 

Sumemos el toponímico Caquetá, que nombra una región y un río en tierras colombianas, próximo a la zona en que se encuentran los petroglifos señalados con el símbolo a que hemos aludido; así como el de puerto Manaure hacia La Guajira colombiana. Una posible lectura –tan aventurera como cualquier otra– es reconocer en la parte inferior del glifo, seccionado en varios recuadros con la imagen de un rostro inscrita en cada uno de ellos, tantas naciones o cacicazgos confederados bajo la autoridad principal del Manaure. Sea como fuere, en el estado presente de la investigación, se trata de una opción prometedora. Señalemos, además, la notable semejanza tanto en glifos como en la disposición de éstos entre los petroglifos de Piedra Pintada en Falcón con varias estaciones en el Estado Táchira.

Aún un acontecimiento singular que ilustra la majestad de Manaure a ojos de propios y extraños: en homenaje a Don Martín Manaure es la única ocasión que tengamos noticia de que los españoles hicieran correr sus caballos en honor a un cacique; la noticia nos la ofrece la buena fuente de Castellanos. Lo singular de la escena es tanto mayor cuando consideramos que el empleo bélico del caballo no sólo comprendía la capacidad de combate, sino la dimensión psicológica del temor que inspiraba a los indígenas la contemplación de una bestia desconocida. Refieren los cronistas que los españoles sepultaban los caballos muertos a fin de preservar su aura de espanto.

Al inicio de estas líneas referimos el incidente de los puntos acoplados en la estación de Viento Suave. Esta estación fue descrita por Hernández Baño en la década de los setenta, y este hecho permitió constatar un fenómeno notable: el paso de los investigadores se imprime fuertemente en la memoria de la colectividad vecina a los petroglifos, es el registro de un saber que se añade a la historia de las estaciones. Otro tanto encontramos en Taratara con relación a Cruxent, en Casigua con Arcaya, en El Mestizo con Hernández Baño. Es un poco pasar a formar parte del tejido que se pretende desenredar.

La leyenda del Venado de Piedra es la que encontramos asociada a esta estación: En otro tiempo existió en ese lugar un hombre llamado “el Salvaje”, ser de aspecto humanoide, cuyo cuerpo está enteramente cubierto de espesa vellosidad. Se dice que este ser es muy enamoradizo y recurre a los encantamientos para llevarse a las muchachas núbiles a una fuente donde las sumerge en agua que no las moja; luego les lame la planta de los pies, lo que les impide marcharse; la cautiva es alimentada por su captor con frutas silvestres. Los padrinos de la muchacha son lo únicos que pueden romper el encantamiento llamándola a voz en cuello. La presencia de el Salvaje infundía pavor a las comunidades por lo que fue requerida la participación de un piache para capturarlo. El piache invocó al Salvaje a su choza, donde lo retuvo varios días y sirviéndose de ensalmos, sahumerios y rezos lo hizo pasar al otro mundo. La memoria de estos hechos está guardada en la roca. En nuestro escritorio reposa un ejemplar mecanografíado de un texto de Hernández Baño; allí leemos: “…Encontramos una roca grande, de dos metros de altura por cinco en su base; los dibujos más frecuentes son rostros, algunos rodeados por radios. En la arista orientada hacia el Este hay dos figuras dignas de tomarse en cuenta: la primera es una cabeza de animal, que puede perfectamente representar un venado; más abajo, encontramos la imagen de un ser monstruoso de feroz aspecto. Añadamos a ello que la palabra Cabure  proviene del quechua  Kahurí y significa monstruo. Cabe preguntarnos: ¿hasta qué punto la leyenda del Venado de Piedra que nos contó Darío Medina es sólo un mito? Existe un testimonio que por dos fuentes llega hasta nosotros: la tradición oral a través de nuestros queridos viejos y la bella leyenda escrita en una escultura de piedra…” (9) Hagamos a un lado la discutible etimología de Hernández Baño y conservemos, en cambio, la preciosa leyenda colectada en su trabajo de campo en la Sierra de San Luis.

Estación: La Peña  de Cucuruchú. Municipio Colina.

Para dar una muestra de la riqueza oral asociada a los petroglifos en la Sierra de San Luis sirva un pasaje de nuestro diario de campo: “San José. 23 de febrero de 2003. Estación Piedra Escrita. Guía: Segundo Gonzáles, sobrenombrado “Chundo”. 40 años. Productor agrícola. Segundo recuerda que su abuelo paterno le contaba historias referidas a las piedras, le decía que ciertas noches éstas estaban iluminadas por una luz interior; que señalaban el lugar donde estaban enterrados cuantiosos tesoros; pero estos bienes no estaban destinados a cualquiera, sino a los elegidos, por lo que era vano excavar si uno no se encontraba entre éstos. Las referencias a tesoros ocultos en la vecindad de los petroglifos ha sido abundantemente documentada; sin embargo, escasamente se ha reparado en cuanto a la diversidad de versiones que pretenden identificar a los depositarios: en unas, son tesoros escondidos por los indígenas, para salvarlos de la rapacidad de los españoles; en otras, son los mismos españoles quienes ocultaron el fruto de sus conquistas, usando estas piedras singulares como marcas fácilmente reconocibles; otras, finalmente, adjudican a los misioneros el ocultamiento de tales riquezas. Vincular los petroglifos a los tesoros es una idea tenaz y, desde el punto de vista de la ciencia etnológica, no deja de tener razón… El abuelo de Chundo le contaba que estas piedras estaban pobladas de espíritus que salían de ellas y se internaban en las montañas. Sea como fuere, a Chundo no le place abundar demasiado en el tema –es evidente su reserva– y confiesa que si puede, prefiere evitar las piedras por la noches.”

La Peña Clara: 24 de marzo de 2004: Guía Orlando Medina; edad 15 años. La Peña Clara es un afloramiento rocoso de arenisca blanca bastante impresionante, cuyo interior ha sido erosionado por una corriente de agua, produciendo galerías que, con sumo cuidado, pueden transitarse de pie. Medina cuenta que la Peña Clara fue reducto de resistencia indígena y posteriormente de la guerrilla a finales de la década del setenta. Recuerda que esta piedra era limpiada de maleza regularmente por María Bracho y Víctor Chirinos, ambos fallecidos. Cuando la visitamos, la roca había sido colonizada por un laborioso enjambre de abejas africanas. Su omnipresente zumbido constituye un fondo algo atemorizante. Cuando le preguntamos a Medina, de manera bastante amplia, si había otros lugares que guardasen relación alguna con la Peña Clara, nos mencionó la estación de San José y Los Urupaguales, lugar que recibe su nombre por la abundancia de árboles de urupagua (Aveledoa nucífera), que dan una nuez amarga, muy apreciada en todo Falcón desde tiempos antiguos. Nos refirió que en al cercanía de Los Urupaguales también pueden encontrase petroglifos. No obstante su guardada belleza, dejamos la Peña Clara con un suspiro de alivio, escuchando aún el nada tranquilizador zumbido de las abejas africanas.”

En la playa de Cucuruchú, cercana a la población de Taratara, visitamos en agosto de 2006 unos petroglifos que fueron descritos por Cruxent a finales de la década del 70. Estos son empleados por los pescadores como referentes espaciales de modo semejante como son empleados los de Viento Suave y San José por los campesinos. En nuestra primera visita nos percatamos de una tumba a ras de tierra que les era cercana. Al interrogar sobre el particular, se nos dijo que allí se encontraba sepultada una anciana. Ahora bien, un apelativo genérico para referirse a los indígenas en muchas partes de Venezuela es el de “los viejos”, “los ancianos”. Antolínez encuentra el cognomento “viejos” referido a la voz Zaquitios, llamados Tamudi, “abuelos” en los Llanos; Clarac refiere los Taitas para Mérida. El cráneo de esta anciana era eventualmente llevado por algún vecino de Taratara a su casa; entonces, comenzaban a suceder cosas síngulares. La anciana aparecía en sueños, reclamando la devolución de su calavera; y de la calavera misma se desprendía permanentemente una arenilla, no importa cuanto se la lavara. Las cosas seguían así hasta que el coleccionista de huesos restituía los restos a la tumba. La historia se repetía idéntica una y otra vez. En nuestra segunda visita, armados de algunos instrumentos y de conocimientos básicos de osteología, decidimos excavar la tumba que ya sabíamos bastante alterada. Al remover tierra y arena, fuimos sacando un buen número de huesos largos y cortos, ordenándolos sobre una tela negra a fin de fotografiarlos, cuando, para nuestra sorpresa y agrado, extrajimos tres fémures… Dijimos a nuestro guía, Miguel Medina, “aquí hay más de uno”.

Reflexionábamos sobre esto, cuando reparamos en una pequeña mancha obscura al lado de la tumba: eran monedas: una de cuando George III fue Rey de Gran Bretaña, otra de cuando lo fue Guillermo IV, un dime –perra gorda americana– de 1832, y varias monedas de bronce muy erosionadas. Miguel recordó que su padre le había contado de un naufragio cerca de los letreros, como llaman allí a los petroglifos… Nuestra investigación ayudó al autoconocimiento de un saber que lentamente se deslizaba hacia su noche. Recolectamos algunas muestras óseas para un estudio más detenido, fotografiamos todo, cubrimos la sepultura y arreglamos la cruz de madera que ya no era más que un palo. Por los fantasmas no nos preocupamos, pues pensamos devolver los huesos.

Las estaciones de petroglifos de Falcón muestran una rica diversidad de motivos y estilos: en la línea costera y en la sabana árida, predominan los motivos geométricos y abstractos; en la serranía, los rostros cuadrangulares y las espirales; otras estaciones como Piedra Grande en el Municipio Democracia, recuerdan vivamente los motivos que vemos en el Estado Táchira, en la frontera colombo-venezolana: las célebres ranitas, como las llamase Don Arístides Rojas en una serie de artículos publicados en La Opinión Nacional en 1874.

Una reflexión a modo de conclusión: una aproximación orgánica a los petroglifos requiere oponerlos sobre la totalidad del pensamiento mítico, se requiere entonces de una arqueología de la oralidad. Las dataciones, las taxonomías, las caracterizaciones estilísticas han brindado valiosos hallazgos; pero al lado de estas metodologías, herederas todas del pensamiento decimonónico, se impone el recurrir a aquéllas que rescaten el carácter proteico del mito que en ningún caso puede ser encasillado en un modelo “cuadriculado” sin más. Ya lo apuntó Octavio Paz en un comentario a la obra de Lévi-Strauss: “Cada mito despliega su sentido en otro que, a su vez, alude a otro y así sucesivamente hasta que todas esas alusiones y significados tejen un texto: un grupo o familia de mitos. Ese texto alude a otro texto; los textos componen un conjunto, no tanto un discurso como un sistema en movimiento y perpetua metamorfosis: un lenguaje. La mitología de los indios americanos es un sistema y ese sistema es un idioma.”(10) Y más adelante declara: “Ninguno sabe que el relato es parte de un inmenso poema. Los mitos se comunican entre ellos por medio de los hombres y sin que estos lo sepan.” (11) Es como explorar un río desde su arribo al mar en un Delta hasta sus remotas fuentes: una invitación a la sorpresa.

Notas 

1. Se cita textualmente –sin hacer mención– la obra de Adrián Hernández Baño: Petroglifos. Estado Falcón. Litografías López, Coro, 2000, 66 p.p. Guardamos en nuestra biblioteca el original mecanografiado de esta obra. La labor de Hernández Baño es con mucho meritoria: tenaz investigador de campo, pionero en la investigación sistemática de las estaciones de petroglifos en suelo falconiano; aunque, puestos a decirlo todo, hay que reconocer en Hernández Baño un natural un poco dado a la hipérbole.

1bis. José Vicente Abreu: Esquela Explicativa a los Petroglifos que pueden verse en el Hall de la Biblioteca Central de la Universidad Central de Venezuela. Caracas, depósito legal nb 91– 0979. (subrayado nuestro).

1tris. Cesare Pavese: Diálogos con Leucó. Mondadori,  Verona, 1947, p.33.

2. Jacqueline Clarac de Briceño: Espacio y Mito en América. Boletín Antropológico, N° 24, Centro de Investigación Museo Arqueológico, Universidad de Los Andes, Mérida, Enero-Abril, 1992, p.p. 21 et passim.

2bis. Marc de Civrieux: Apuntes sobre el Mito y la Tradición Oral. El Hombre que Vino del Orinoco. Homenaje a Marc de Civrieux. Edición Especial de Correo Mínimo, Nro. 32, Fundación Kuai-Mare del Libro Venezolano, Caracas, oct / nov / dic 2000, p.p. 4 et passim.

3. Gilberto Antolínez: Disección de un Hombre-Dios: Manaure. El Universal. Año XXXVI, N° 12.659, Caracas, 9 de Septiembre de 1944, p.4.

4. Cfr. Antolínez: op. cit.

5. Leyenda suministrada a  Luis Arturo Domínguez por Manuel Adrianza Betancourt. Coro, 1944: La Leyenda del Rey Manaure. Tricolor, Año XXIX, N° 271, Ministerio de Educación, Dirección General, Departamento de Publicaciones, Caracas, Junio-Julio de 1977, p.p. 4 y 5.

6. Lisandro Alvarado: Obras Completas, Tomo II. Fundación La Casa de Bello, Caracas, 1989, p.p. 438 y 439.

7. Alfredo Jahn: Los Aborígenes del Occidente de Venezuela. Litografía y Tipografía del Comercio, Caracas, 1927, p.p. 217 y 218.

8. Juan de Castellanos: Elegías de Varones Ilustres de Indias, Parte II, Introducción. Real Academia Española, Madrid, 1944.

9. Adrián Hernández Baño: Petroglifos del Estado Falcón, Original Mecanografiado. Grupo de Investigaciones Antropológicas, Arqueológicas y Paleontológicas, Universidad Experimental Francisco de Miranda, Coro, 1995. Hagamos a un lado la en extremo dudosa filología de Hernández Baño, y conservemos los valiosos resultados de sus trabajos de campo, que lo prefiguran –acaso sin que él mismo lo supiese– como un pionero en la línea de investigación que conjuga las estaciones de petroglifos con la tradición oral.

10. Octavio Paz: Claude Lévi-Strauss o el Nuevo Festín de Esopo. Editorial Joaquín Mortiz, México, 1969, p.p. 20 y 21.

11. Ibíd. p. 39.  

¿Preguntas, comentarios? escriba a: rupestreweb@yahoogroups.com

Cómo citar este artículo:

Morón, Camilo. Escrito en la roca: un lenguaje plástico: Mito y petroglifo en Falcón.
En Rupestreweb, http://www.rupestreweb.info/moron.html

2008


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