Colombia


Prolegómenos a la construcción de una semasiología prehispánica


César Velandia velandiacesar@yahoo.com Arqueólogo. Doctor en Ciencias Naturales por la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Investigador. Universidad del Tolima, Colombia.

Artículo publicado por la Revista Arqueología Suramericana 2(2), julio 2006, pp. 205-243. Departamento de Antropología, Universidad del Cauca; Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Catamarca; World Archaeological Congress. Se reproduce en Rupestreweb con el debido permiso de los editores.

A la memoria de Eliécer Silva Celis

Resumen: El tema central de este trabajo es una discusión sobre la posibilidad de interpretar las iconografías prehispánicas y, en particular, el “arte” rupestre. Luego de una crítica a las pretensiones de leer el “arte” rupestre como si fuera una escritura alfabética, lineal y occidental, se propone una alternativa para construir un campo disciplinario, subordinado a la arqueología, la semasiología prehispánica, que tendrá por objeto de estudio los sistemas semasiográficos prehispánicos.

Palabras clave: arte rupestre y escritura, lenguajes planarios, semiótica planaria, sistemas semasiográficos, semasiología prehispánica, arqueología teórica

Resumo: O tema central deste trabalho é uma discussão sobre a possibilidade de interpretar as iconografias pré-hispânicas e, em particular, a “arte” rupestre. A partir de uma crítica as pretensões de ler a “arte” rupestre como se fosse uma escrita alfabética, linear e ocidental, propõe-se uma alternativa para construir um campo disciplinar, subordinado à arqueologia, a semasiologia pré-hispânica, que terá por objetivo o estudo dos sistemas semasiográficos pré-hispânicos.

Abstract: The central theme of this work is a discussion about the possibility to interpret the prehispanic iconography, especially rock “art”. After a critical examination on the claim for read the rock “art” as if it was an alphabetical, lineal and occidental writing. It propounds an alternative to construct a disciplinary field subordinate to archaeology, prehispanic semasiology, which study subject are the semasiographic prehispanic systems.

Résumé: Le thème central de ce travail est une discussion sur la possibilité d’ interpréter les iconographies préhispaniques, particulièrement “l’art” rupestre. Ensuite d’une critique aux prétentions de lire “l’art” rupestre comme s’il était une écriture alphabétique, linéale et occidentale, on propose une alternative pour construire un champ disciplinaire relevé de l’archéologie: La sémasiologie préhispanique, dont les objets d’étude seront les systèmes sémasiographiques préhispaniques.


Situación para una discusión

En la primera parte de su Arqueología y prehistoria de Colombia, titulada “Arte rupestre comparado de Colombia”, Eliécer Silva Celis (1968) relacionó el criterio dominante (hasta cierta época) sobre la imposibilidad de comprender los “pictogramas” de que se tenía noticia entonces:

"…Nada pueden revelar a la ciencia histórica esos ensayos de dibujos de ornamentos, esas figuras informes de animales y esos garabatos semejantes a los que traza un niño travieso e inexperto. Jamás se observa en ellos ni el orden ni el concierto que son indicio de una escritura cualquiera... Mudos en razón de su origen, condenados esos signos, por la mano inconsciente que los trazó, a un silencio eterno, jamás podrá la vara mágica de la ciencia hacerlos hablar…" (Restrepo [1895] 1972:212; citado por Silva 1968:4).

Frente a ese criterio Silva (1968:4) objetó de manera taxativa:

“…Para nuestra propia lógica, para nuestros hábitos occidentales de pensar y de sentir, es claro que aquellos dibujos poco o nada significan. Si, como sucede en la mayoría de los casos, no vemos directamente las relaciones que esos pictogramas pueden tener con objetos y fenómenos conocidos ello no autoriza para pensar y decir que esas figuras informes o garabatos ‘nada significan’ y nada pueden revelar a la ciencia porque no muestran ni el ‘orden’ ni el ‘concierto’ que nuestro pensamiento euroamericano solicita. El estudio de las culturas indígenas del pasado y del presente no puede hacerse guiándonos por las pautas o patrones de la civilización occidental…”.

Además, propuso una nueva perspectiva para la investigación de las “expresiones ideográficas”:
“…Si lo complejo y esotérico de la epilítica y el escaso desarrollo de las disciplinas antropológicas pueden disculpar a nuestros padres del siglo pasado, que sólo vieron bagatelas y pasatiempos en los símbolos pintados o grabados, creemos que con el apoyo de ciencias como la etnografía, la arqueología, la religión, la mitología, la cosmogonía, etc., puede llegarse, en la hora presente, a la valoración y a la comprensión racionales de los signos rupestres en general…” (Silva 1968:6).

En esa época la propuesta pareció sugestiva y, desde el punto de vista del método, difícil de rebatir; sin embargo, debieron pasar más de veinte años, hasta la década de 1990, para que la noción de que era necesario articular distintos campos disciplinarios en la búsqueda de respuestas para estas preguntas se pusiera, por lo menos, de moda. La perplejidad de Vicente Restrepo cuando sostenía sobre los “…dibujos grabados…” en las rocas que “…jamás se observa en ellos ni orden ni concierto…” refleja un concepto que, por oposición, ha permitido desvalorizar la capacidad intelectual de los indígenas americanos para producir beneficios culturales, tan definitivos en el camino hacia la civilización, como la escritura, sobre todo porque desde una perspectiva eurocentrista de la cultura los “garabatos” debían tener cierto “orden y concierto”; este argumento también fue esgrimido por otros autores a la hora de justificar por qué no los podían entender ni descifrar. En consecuencia, muchos investigadores generalizaron la noción de que para considerar las representaciones icónicas rupestres como “significativas”, es decir, dotadas de un sentido o de un propósito comunicativo, debían tener las condiciones de una escritura o un orden (y concierto) que se les pareciera; por ello  en este terreno se han librado la mayor parte de las discusiones para defender su posible puesto en el camino hacia la invención de la escritura o para condenarlas a las tinieblas de la prehistoria. “…En efecto, cada vez que es encontrado un sello, una vasija con inscripciones o cualquier otro tipo de grafismo se tiende a analizar en términos de transcripción de una lengua, como si se tratara de los primeros balbuceos de una escritura…” (Calvet 2001:24). En este trabajo voy a tocar el punto de si las representaciones icónicas incluidas dentro de la etiqueta común de “arte rupestre” son escritura (o no) o, si parece muy pretenciosa la propuesta, si esas pinturas deben tratarse “como” una escritura (o no). Si la respuesta es negativa propondré una alternativa.

El rastro de la escritura en las pictografías rupestres

Las discusiones en mención tienen que ver con la teoría sobre el origen mismo de la escritura pues, aunque actualmente la mayor parte de los estudiosos del tema están de acuerdo en la posibilidad de que las escrituras alfabéticas derivan todas de un antepasado único (el antiguo canaanita), los especialistas en las escrituras china, maya y sumeria abogan por el origen independiente argumentando el descubrimiento, hecho por los arqueólogos en todo el mundo, de artefactos gráficos anteriores a la escritura:

“…dispersos por todo el mundo, de las famosas cavernas de Lascaux en Francia a los refugios de piedra de la India central y los mas remotos lugares del Zimbabwe meridional, esos productos duraderos de la imaginación del hombre prehistórico parecen respaldar la teoría de que la necesidad  humana de comunicarse es demasiado universal y diversificada para tener una sola fuente…” (Senner 1998:12).

Sin embargo, no está claro si las “pinturas rupestres” y los “petroglifos” tienen una relación directa con la aparición de la escritura. La mayor objeción para entenderlos como escritura, está en la consideración de que las “pinturas rupestres” son “aisladas, arbitrarias y asistemáticas” y, por tanto, deben diferenciarse de la “escritura consciente” como una forma de “escritura embrionaria” (Diringer 1962:16) Otros, como Walter Ong (1994:88), piensan que “…las grafías tienen antecedentes complejos. La mayoría de ellas, tal vez  todas, derivan directa o indirectamente de cierto tipo de escritura pictográfica o, quizás en algunos casos, en un nivel aún más elemental del uso de símbolos…”  y que “los petrogramas (pinturas rupestres) y petroglifos (tallas rupestres) no caben en la definición generalmente aceptada de la verdadera escritura como “…un sistema de comunicación humana por medio de marcas visibles convencionales…” (Senner 1998:12).

La carencia de un ordenamiento lineal, sintomático de las escrituras alfabéticas que se consideran, según los teóricos evolucionistas, como la culminación del proceso hacia la civilización, coloca a los “petrogramas” y “petroglifos” en la condición de “falsa” escritura (por oposición a “verdadera”) o “escritura embrionaria”, o “forma de escritura”, o peor aún, escritura “primitiva”. Esto último no constituye de suyo ningún agravio para el arte rupestre o para las representaciones icónicas, excepto por la desvalorización que en occidente tiene dicha noción:

“…Lo que sorprende al consultar las muy numerosas obras occidentales sobre la escritura es la presencia, mas o menos evidente, de una tenaz idea de fondo: la idea de que los varios sistemas se ordenan filogenéticamente a lo largo de una trayectoria de creciente perfeccionamiento (por lo demás, ¿no es la escritura un invento técnico?). Ya conocemos la última etapa de esta trayectoria evolutiva, que es la escritura alfabética. Todos los demás sistemas se colocan, a mayor o menor distancia, en algún punto de la escala; y en el caso de muchos sistemas se puede dudar de que representen una etapa atrasada de la evolución o bien de que sean en cambio no homogéneos respecto de la escritura, sino antes bien de otro género: formas pictóricas, expresivas, etc…” (Cardona 1999:23).

Este criterio siempre aparece en la forma de una clasificación de los sistemas, según la cual se partiría de una “fase previa”, correspondiente a ciertos sistemas mnemónicos muy primitivos:

“…que serviriam para transcrever unicamente informações limitadas, como é o caso, por exemplo, dos petróglifos, os conhecidos quipus dos incas ou os pictogramas isolados. Posteriormente, passaria-se a umha ‘fase pictográfica’, em que os conceitos ou objectos apareceriam já desenhados evocativamente. Entom, ao producir-se a standardizaçom destes desenhos, referindo equivalentes concretos da língua, passaria-se a umha ‘fase ideográfica’. E já finalmente chegaria-se a umha ‘fase fonética’ em que os elementos gráficos se ajustariam à sequência da língua oral...” (Peres 1999:3).

Esa ordenación es etnocéntrica, además de mecanicista, porque pone como modelo de cualquier escritura el proceso de invención del alfabeto que llevó hacia la “civilización” occidental o, más estrictamente, europea; se originó en la filosofía del siglo de las luces y tiene por padre casi directo a Jean Jacques Rousseau:

“…Rousseau sería el introductor de una brutal distinción entre las tres maneras de escribir: ‘la que describe no tanto los sonidos como las ideas’ [pensando aquí en los jeroglíficos egipcios y en los glifos aztecas]; ‘la que hace representar las palabras y las proposiciones por medio de caracteres convencionales’ [en este caso se trataba de la escritura china]; y ‘la que compone las palabras por medio de un alfabeto’. Estas tres maneras de escribir responden con bastante exactitud a tres estados diferentes bajo los cuales se pueden considerar las naciones constituidas por los hombres. El dibujo de los objetos corresponde a los pueblos salvajes; los signos de las palabras y de las proposiciones a los pueblos bárbaros; y el alfabeto a los pueblos civilizados. Los aztecas, por lo tanto, si hemos de creer a Rousseau, fueron un atado de salvajes y los chinos unos bárbaros, pudiendo calificarse de civilizados sólo a aquellos pueblos poseedores de alfabeto…” (Calvet 2001:12,13).

Aunque el texto de Rosseau, escrito en 1765, puede parecer distante sorprende que autores recientes todavía abriguen prejuicios similares:

“…El hombre primitivo no parte del concepto para llegar a la palabra hablada y posteriormente a la palabra escrita; no está interesado en manifestar su pensamiento por medio del nombrar ni en representar el nombre por medio de la escritura. Lo que pretende (y con ello se contenta) es: ‘vivere primum’ …” (Février 1984, citado por Calvet 2001:14).

De una u otra forma hoy se admite, en un sentido general, que “…las pinturas rupestres no representan insensateces ni marcas hechas al azar sino que revelan propósitos representativos estratificados…” (Baron, citado por Senner 1998:12) o que “…el arte rupestre es uno de los medios más directos de acceder a la rica y compleja dimensión ideológica de los pueblos sin escritura…” (Schaafsma 1984:266) o que “…el arte rupestre, en general, fue un medio de comunicación social -quizás el más antiguo de los Andes- a través del cual se transmitía algún género de información... constituyen [sus diversas formas] al parecer distintas manifestaciones de un verdadero sistema de comunicación visual…” (Berenguer y Martínez 1986:96). Sin embargo, no es posible identificar las formas de representación pictóricas o, mejor, gráficas que se encuentran junto a otros restos de la cultura material, dejados por distintas sociedades en los últimos 40.000 años como enunciados específicamente codificados por un “escritor” e interpretables como un texto por un “lector” habilitado para entender su significado:

“…La irrupción decisiva y única en los nuevos mundos del saber no se logró dentro de la conciencia humana al inventarse la simple marca semiótica sino al concebirse un sistema codificado de signos visibles por medio del cual un escritor podía determinar las palabras exactas que el lector generaría a partir del texto. Esto es lo que hoy en día llamamos escritura en su acepción más estricta…” (Ong 1994:87).

Desde este punto de vista, que reclama una definición “estricta” de la escritura (vale decir, occidental y alfabética), el argumento fundamental esgrimido por todos los “debatientes” consiste en que si se pretende que las grafías rupestres son una escritura y que, por lo tanto, tienen un significado “legible” deben tener una ordenación específicamente lineal. En consecuencia, se pone como referencia el hecho de que en tales escrituras conocidas el texto siempre tiene una distribución lineal en el espacio que lo representa y una dirección del sentido del discurso.  Por ejemplo, este texto está escrito de izquierda a derecha y en líneas horizontales sucesivas de arriba hacia abajo. Los árabes escriben de derecha a izquierda; los coreanos en columnas de arriba hacia abajo; en alguna época los griegos escribieron siguiendo el curso de un arado tirado por un buey, el bustrofedon; y las órdenes militares de Alejandro el Grande se enviaban cifradas dentro de una espiral: “…Una vez que una escritura usa un orden lineal su estatuto glotográfico parece indiscutible... La única razón para la constante ubicación lineal (horizontal o vertical) de los grafemas es reproducir, miméticamente, la emisión secuencial de las formas orales…” (Sampson 1997:71-72). Martinet (1972:24) señaló en el mismo sentido: “…Esta forma lineal del lenguaje humano deriva en último análisis de su carácter vocal; los enunciados vocales se desarrollan, necesariamente, en el tiempo y el oído los percibe, necesariamente, como una sucesión…”. Este ordenamiento de la expresión gráfica que representa un orden y sentido del discurso hablado implica un procedimiento de notación fundamentado en el tiempo y, por lo tanto, en la memoria; como ocurre con la música sólo es posible construir un acorde (y una melodía) porque tenemos memoria y noción del tiempo. Toda escritura debería ser fonética pues debe denotar, mediante un proceso gráfico, el proceso de construcción del discurso y este  tiene su origen en la posibilidad de construir un fonema. De esta manera la escritura alfabética despliega una ordenación lineal del discurso o de la narración pues esta tiene un comienzo y un término, generalmente advertidos por algún signo de puntuación (una letra capitular, una coma, una viñeta, un punto final); el sentido de lo escrito deviene tiempo en la medida en que la construcción sintáctica permite situar lo narrado entre referentes sígnicos que definen los lapsos, la ordenación y el sentido o dirección secuencial de la lectura:

“…El hombre ha utilizado y sigue sirviéndose, todavía, de múltiples medios de expresión (por supuesto, de la palabra, pero también del gesto, la danza, las señales de humo, el lenguaje de los tambores, los pictogramas, los tatuajes, las pinturas parietales prehistóricas, el maquillaje, las formas de vestir, etc.) que pueden englobarse dentro de dos grandes grupos: el de la gestualidad, que comprende aquellos sistemas por definición fugaces, y el de lo pictórico, compuesto por aquellos otros sistemas con cierta capacidad de perduración, de resistencia al tiempo o capaces de salvar el espacio. Es decir, que lo pictórico está vinculado a una función particular, incorporado a la función de expresión o de comunicación: asegurar la conservación o la perennidad del mensaje…” (Calvet 2001:20).

Esta necesidad de permanencia implica que la escritura (y también cualquier forma de escritura no fonética) debe tener un espacio o soporte perceptibles, ya sea un dintel, una lápida, una columna, una estela, un papiro, un pergamino, un codex de amatl o la hoja de papel bond de 75 gramos que contiene este texto. La aplicación de los computadores como "procesadores de palabras" introdujo un concepto revolucionario en el concepto de escribir al inventar el espacio virtual en el que fue redactado este escrito, valga el caso, Pero un espacio, al fin y al cabo.

La armadura del espacio y el orden del discurso

Algunos investigadores han anotado como característica relevante el hecho de que muchos petroglifos y petrogramas se encuentran ubicados a lo largo de las cañadas que forman los cursos de agua o en sitios elevados de las montañas donde coinciden dos vertientes hídricas o donde se abre un valle, por lo cual les han atribuido una "significación" al relacionarlos con la presencia del agua o los fenómenos meteóricos; casi siempre concluyen que "simbolizan" la vida, la fertilidad, el “dominio del hombre sobre la naturaleza”, etc. Este tipo de conjetura es tan mecánica y simplista como la consideración que escuché a alguien de que si fuera a elaborar un petroglifo o un petrograma lo pintaría en una enorme y visible roca para que lo viera todo el mundo, es decir, como si fuera a colocar una valla publicitaria. Aunque algunos especimenes rupestres se encuentran en sitios de gran visibilidad existen otros, muy complejos por lo demás, inscritos en una techumbre de roca a varios metros bajo tierra o en el fondo de una caverna.

La noción del espacio que manejaron los pintores y grabadores prehispánicos no es la misma que utilizamos nosotros para referenciar nuestros modos de vida o nuestras relaciones de producción como para pretender que nuestras conjeturas sobre los artefactos rupestres puedan derivarse, válidamente, de la particularidad de nuestros modelos conceptuales del tiempo y del espacio(1). Aunque he propuesto la noción espacial de expresiones ideográficas (Velandia 1994, 1999) en un sentido extenso --ya que no la limito al caso de las rocas y paredes grabadas (petroglifos / rock carvings) o pintadas (petrogramas / rock paintings) sino que también la extiendo a la iconografía en la estatuaria, la cerámica, orfebrería, textiles-- el análisis que estoy planteando sobre una noción del espacio tiene que ver, especialmente, con los petroglifos. Este énfasis sobre el contexto espacial del arte rupestre ha sido hecho por otros investigadores:

“…El estudio del arte rupestre tiene un interés múltiple: a más de los aspectos técnico y estético, el de la revelación de indumentarias y costumbres, se halla fundamentalmente el aspecto psicológico (en sentido amplio), a su vez relacionado con el ecológico ya que, a diferencia de lo que suele suceder con el arte mobiliar, los grabados y pinturas rupestres se hallan insertos en un paisaje y en una íntima relación con él. Constituyen el reflejo de una mentalidad, de experiencias psíquicas proyectadas en un entorno natural, una ‘impronta’ del hombre --como ser creativo-- en la inerte materia pétrea…” (Schobinger y Gradin 1985:7).

Por eso me interesa el modo de las relaciones espaciales en que se articulan las grafías en el texto de un petroglifo así como las que cada petroglifo o pictograma tienen con la geografía o con los paisajes (natural y cultural) en que es posible relevarlos actualmente. En la vía de este propósito hay varias cosas por decir. Desde el punto de vista de la investigación arqueológica o, mejor, desde los términos de la reconstrucción de los restos de la cultura material mediante los procedimientos de construcción del registro arqueológico, el enunciado de las categorías de tiempo y espacio tiene varias dificultades y algunos problemas. En principio tenemos las dificultades determinadas por el proceso de la deposición de los restos culturales, las cuales han ido disminuyendo en la medida que las aplicaciones tecnológicas en el trabajo de campo y, luego, en los laboratorios, permiten desarrollar procesos analíticos cada vez mejor afinados y precisos; de modo que hoy podemos confiar más en la calidad de los datos empíricos obtenibles que en la solvencia de los que podíamos reseñar hace apenas veinte  años. Sin embargo, la confianza que podamos derivar de la tecnología está limitada o condicionada por los criterios y puntos de vista (incluso ideológicos) desde los cuales se manipula la información primaria.

Las nociones de tiempo y espacio no son sólo reducibles a una formulación de cálculo matemático o de física teórica. Del tiempo y del espacio también se construyen otras nociones que los diferencian, valga el caso, en sagrados y profanos (Eliade 1973:25) o que los dotan de valoraciones filosóficas, económicas y políticas. El arqueólogo español Felipe Criado (1993:12) viene trabajando hace más de una década en la formulación de una arqueología de los paisajes imaginarios y sostiene que "…dentro del pensamiento occidental ha existido una cierta miseria en torno a la reflexión sobre el espacio…" en favor de una exaltación de la noción del tiempo:

“…En el pensamiento clásico de la modernidad existe una oposición tajante entre prioridad del tiempo y descrédito del espacio. El espacio se identificó con lo muerto y lo inmóvil, en tanto el tiempo era rico, vivo, fecundo (Foucault 1980:117). En este sentido el espacio pasó a ser reaccionario y el tiempo, en cambio, progresivo. Ahora bien, esta oposición no se da sin más, sino que, siguiendo a Bermejo Barrera (1987:214), se debe entender como un episodio más del proceso de nacimiento y fundamentación dentro de nuestra cultura del concepto de sujeto, pilar básico del sistema de saber moderno. La instauración del sujeto se realizó a través de la separación radical de cuerpo y espíritu, separación que se convertía en una lucha del espíritu contra el cuerpo y sus instintos, lucha que culminaba con la hegemonía del primero en detrimento de los segundos. Al mismo tiempo, y dentro de una tradición de pensamiento que se remonta hasta Grecia, el cuerpo se equiparaba con el espacio, con la materialidad, las sensaciones y los placeres, en tanto el espíritu, correlato de Dios y del sujeto, se identificaba con el tiempo…” (Criado 1993:15).

La ilusión de perpetuar el espíritu a través del tiempo o de “trascender” más allá del hecho natural de la muerte, desplazó un término de referencia negativo sobre la concepción del espacio pues la analogía lo situó al lado de lo maculado, lo manchado (lo pecaminoso), lo indeseado moralmente. De otra parte, la posibilidad de obtener dataciones absolutas confiables, la aplicación de software especializado y la notoriedad noticiosa (o el prestigio publicitario) que tienen las fechas más antiguas han ido elaborando un cierto fetiche sobre el carácter de mayor valor científico que tendrían las investigaciones que puedan ostentar esta clase de datos. El resultado ha sido el descuido analítico sobre la variable espacial. Si a ese descuido se añade la unilateralidad del punto de vista del investigador, quien, inadvertidamente, desliza (por su carencia de crítica) sobre su objeto de trabajo la concepción histórica e ideológica de sus propios referentes espaciales, el resultado no sólo tendrá una pinza más grande, como ciertos cangrejos, sino que el concepto que se pueda construir acerca de la sociedad que se estudia será parcializado o tergiversado.

El desprecio de la variable espacial ha sido mediatizado en los trabajos más recientes (desde la década de 1970) gracias a la introducción de un concepto desprendido de la llamada arqueología contextual, la noción de "pauta de asentamiento", que implica el enunciado de un modelo del contexto estructural del modo de las relaciones sociales y de producción, deducible mediante la observación de las transformaciones culturales específicas que cada sociedad introduce en el paisaje, según su modo específico de producir y conservar la vida social. A esta modificación de criterio ha contribuido la etnoarqueología que, mediante la construcción de modelos teóricos a partir del estudio de los modelos concretos de la estructura de las sociedades indígenas actuales o documentadas etnohistóricamente (Politis 2004), ha encontrado cómo quebrarle el espinazo a la contradicción que implica interpretar la cultura diferente únicamente desde el punto de vista de los modelos de la propia cultura.

A diferencia de la concepción del espacio en nuestra “modernidad”, en las explicaciones mitográficas de los pueblos indígenas supervivientes los conceptos concretos sobre los hechos de la realidad empírica (susceptibles de ser clasificados en complejas taxonomías) están inextricablemente articulados con la comprensión mitopoética de un orden del  mundo, es decir, con una cosmogonía; ningún acto o suceso de la vida cotidiana está, o puede ser posible, por fuera de ese discurso del mundo. Por ejemplo, la arquitectura funeraria no es un espacio cultural de distinta "naturaleza" que la del sistema que conforma el complejo de relaciones definido como "pauta de asentamiento"; la muerte no es un fenómeno de alteridad de la naturaleza, no es una "no naturaleza", sino que debe ser entendida como parte del mismo sistema de ordenación del mundo (Velandia 1994:103-104). 

El problema del espacio en las "escrituras" sobre las rocas realizadas por las sociedades prehispánicas no estriba, solamente, en la disposición que las grafías puedan tener sobre la superficie de las piedras a la manera como se disponen estas letras en la superficie de ésta página; sin embargo, este asunto también debe ser dirimido porque no tiene que con el contexto mitopoético de los petroglifos sino con la estructura del texto que supone cada una de las inscripciones.

Adiós a la “escritura” en las pictografías rupestres

Advertidas ya las dificultades para encontrar un puesto a los artefactos rupestres en el proceso de invención de “la” escritura y lo irrelevante, por tanto, de la tarea de tratar de “leer”, “descifrar” o descodificar las pictografías rupestres en los términos  de una escritura fonética, propongo abandonar ese enfoque de la discusión pues así los petroglifos y petrogramas pudieran haber hecho parte de la historia de una posible escritura (que, de otra parte, es un no-problema porque no tiene sentido la pregunta sobre qué hubiera pasado si la historia hubiera ocurrido de otra manera), no es probable contrastar el hecho con el proceso de deposición de la cultura material según el registro arqueológico. Frente a esta situación no hay otra opción que abrir las alternativas. Ante la misma disyuntiva varios investigadores han optado por plantear una redefinición de la escritura. Partiendo de una crítica a la noción evolucionista de la escritura en occidente, Elizabeth Boone (1994) anotó lo impertinente del modelo puesto que, en el caso de Mesoamérica, los sistemas pictóricos mixtecos y mexicas sucedieron a los sistemas de los mayas y zapotecas, más “escriturales” en el sentido estricto de la palabra. Boone concluyó que la historia de la escritura no es un proceso que lleva, necesariamente, al alfabeto sino, más bien, a una serie de procesos paralelos en los cuales cada sistema sigue su propio proceso de transformación. A partir de las obras de Gelb (1952, 1982) y Sampson (1997), Boone (1994:13-14) elaboró una definición amplia de la escritura en la cual incluyó todos los sistemas: “…la comunicación de ideas relativamente específicas de una manera convencional por medio de marcas permanentes y visibles…”. Una vez aclarado por qué es improcedente abordar los sistemas de representación pre-hispánicos como si fueran una escritura alfabética (lineal y glotográfica) porque no son o no tienen que ser, necesariamente, una “escritura”, la cuestión es cómo es que, de todas formas, son una escritura o, dicho de otro modo, de qué manera pueden ser “otra forma” de escritura.

Las alternativas a este problema suponen muchas dificultades, especialmente cuando partimos de una perspectiva de la arqueología que sólo recién empieza a abrirse paso en la cooptación de un estatuto de rigor científico en medio de la situación actual de la teoría arqueológica. Los caminos alternativos, como incursionar en los terrenos de la semiótica, corren el riesgo de perderse en el bosque. Pero no queda otro remedio. Desde la etnología y la arqueología esa posibilidad se ha planteado ya hace bastante tiempo:

“…Cuando consideramos un sistema de creencias –digamos el totemismo--… la pregunta que planteamos es, sin duda, ‘¿qué significa todo esto?’ y para responder a ella nos esforzamos por ‘traducir’ a nuestro lenguaje reglas dadas primitivamente en un lenguaje distinto… pareciera que se trata aquí de objetos y no de signos, según la célebre definición de Peirce, ‘lo que reemplaza alguna cosa para alguno’. ¿Qué reemplaza, pues, un hacha de piedra, y para quién?… es concebible que un cierto tipo de hacha pueda ser un signo: en un determinado contexto y para el observador capaz de comprender su uso, ocupa el lugar del útil diferente que otra sociedad emplearía para los mismos fines…” (Levi-Strauss 1973:XXVIII).

Nociones como esta, planteada por Claude Levi-Strauss en su célebre Lección inaugural en el Colegio de Francia el 5 de enero de 1960, llevaron a enunciar que “…todo arqueólogo es, por otra parte, un investigador semiótico…” (Nordbladh, citado por Sonneson 1995:23); sin embargo, pocos arqueólogos han asumido la empresa semiótica aunque aquí y allá se practican escarceos semióticos (e.g., Anati 1976, 1977; Renfrew 1982; Renfrew y Bahn 1991). Por parte de los semióticos encontramos algunos intentos (Nordbladh 1977; Sonneson 1995), aunque con reservas:

“…Lo que se necesita, idealmente, en el estudio de las manifestaciones visuales prehistóricas, como es frecuente en otros campos, son académicos que tengan la doble habilidad de semióticos y arqueólogos. Por ahora lo más que podemos esperar es un semiótico con el conocimiento suficiente de la arqueología y un arqueólogo más o menos inmerso en la semiótica. A largo plazo, sin embargo, la tarea de los semióticos y de los arqueólogos debe ser menos justificar los caminos de la semiótica en la arqueología como descubrir un lenguaje común a ambos…” (Sonneson 1995:23).

Pictografías rupestres y sistemas semasiográficos

Del debate para definir qué era escritura y qué no, me interesa aclarar una situación: independientemente de los distintos criterios que aceptan al arte rupestre como “forma de escritura embrionaria” (Diringer 1962:16) o, dependiendo del concepto más estricto o laxo que se emplee, de si es “verdadera” escritura o no, lo cierto es que ningún investigador contemporáneo niega el carácter de sistema de representación o sistema de comunicación gráfica a los petrogramas y petroglifos contenidos bajo el acápite de “arte rupestre”. Este carácter de sistema y su implicación significativa (es decir, comunicativa) permite plantear la opción de que las pictografías rupestres (pintadas o talladas) puedan ser estudiadas mediante las nociones y los instrumentos de una semiótica. Esta posibilidad fue planteada por Roland Barthes (1971:13-14) como el sentido mismo de la semiología:

“…La semiología tiene por objeto todos los sistemas de signos, cualquiera que fuere la sustancia y los límites de estos sistemas: las imágenes, los gestos, los sonidos melódicos, los objetos y los conjuntos de estas sustancias --que pueden encontrarse en ritos, protocolos o espectáculos-- constituyen, si no ‘lenguajes’, al menos sistemas de significación… objetos, imágenes, comportamientos pueden, en efecto, significar y significar ampliamente, pero nunca de un modo autónomo: todo sistema semiológico tiene que ver con el lenguaje… Parece cada vez más difícil concebir un sistema de imágenes o de objetos cuyos significados puedan existir fuera del lenguaje: para percibir lo que una sustancia significa, necesariamente, hay que recurrir al trabajo de articulación llevado a cabo por la lengua: no hay sentido sino de lo nombrado, y el mundo de los significados no es más que el mundo del lenguaje…”.

Para Barthes, aunque el semiólogo trabaje sobre sustancias no lingüísticas, antes o después se encontrará con el lenguaje; sin embargo “este lenguaje no es el mismo que el de los lingüistas: es un segundo lenguaje, cuyas unidades no son ya los monemas o los fonemas sino fragmentos más amplios del  discurso que remiten a objetos o episodios, los cuales significan bajo el lenguaje, pero nunca sin este” (Barthes 1971:14). Este carácter “underground” de los sistemas no lingüísticos les  confiere una relativa autonomía que, como en nuestro caso, permite abordar las pictografías rupestres como sistemas en sí mismos. La imposibilidad de trabajar sobre el lenguaje que articulaba a las grafías rupestres en un texto (el de la mentalidad colectiva que los usufructuaba) no impide entenderlos como sistemas internamente estructurados:

“…Toda manifestación de un lenguaje implica un sistema coherente y organizado que lo produce. Tomemos de esta afirmación una inferencia a la inversa; tenemos el resultado --nuestros datos-- y trataremos de ver cuál es el sistema del cual surge. Carecemos del significado, del componente semántico, pero podemos contar con el concepto de ‘valor’ (formas que se van diferenciando por su posición relativa dentro de un paradigma), que Saussure aporta como equivalente en cierto sentido al de ‘sistema’, y trabajar con él. El valor se inferirá a partir de la forma de aparición de los significantes…” (Llamazares 1986:13).

Así no se pueda aproximar el lenguaje que nombraba las cosas representadas en las paredes de roca es posible entrever el sentido bajo la estructura del sistema de las representaciones gráficas. Que “no hay sentido sino de lo nombrado” me recuerda una frase en Cien años de soledad: “el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Pero, en nuestro caso, aunque se perdieron los designata quedó el rastro de lo nombrado. Esto es lo que nos inquieta de las pictografías rupestres: la posibilidad de preguntarnos por su sentido, so pena de tener que resignarnos a señalarlas con el dedo.

En el estado actual de la teoría, la escritura (fonética, lineal y occidental) no está considerada como la única forma de comunicación visual mediante la construcción de signos gráficos. La dificultad debe desplazarse, entonces, de intentar entender las pictografías mediante las categorías de una escritura fonética a enunciar un cuerpo de categorías propias de los sistemas gráficos visuales que no tienen relación directa con la estructura de los enunciados de la lengua oral.

Los teóricos de la escritura, tratando de definir los alcances de la definición de qué era escritura y, por tanto, interesados en separar lo que para ellos no cabía en sus términos,  propusieron una alternativa para esos sistemas que, de todas maneras, no podían dejar por fuera de su consideración: “…Ignace Jay Gelb caracteriza los signos ‘aztecas y mayas’ como ‘sistemas limitados’ que se pueden contar entre los precedentes de la escritura. Son más semasiografía que fonografía; basados en las imágenes y no en sistemas silábicos que representen un lenguaje…” (Kubler 1986:504). Para definir estos sistemas “limitados” Geoffrey Sampson, adaptando nociones y términos elaborados por William Haas (1976), ha propuesto el uso del término sistemas semasiográficos para definir los “…sistemas de comunicación visible… que indican las ideas directamente, en contraste con los sistemas glotográficos, que proporcionan representaciones visibles de los enunciados de la lengua oral…” (Sampson 1997:42).

La semasiología es una vieja noción que, por el uso, derivó en el término más conspicuo de “semántica” para describir una “ciencia del significado”. Su origen se remonta a 1825 cuando Reisig propuso la semasiología como el estudio del significado, una de las tres divisiones principales de la gramática (las otras dos son etimología y sintaxis). Reisig consideró la semasiología como una disciplina histórica que trataría de establecer “…los principios que rigen el desarrollo de la significación…” (Ullmann 1965:7). El término semasio/logía (y, también, semasio/grafía) tiene origen en la raiz griega sem (con sus variantes semeion y seman) que se refiere al signo. Según Jeanne Martinet (1976:11) “la semasiología parte de la palabra para estudiar el sentido (gr. semasía ‘significación de la palabra’)”. Para Greimas y Courtés (1982:358) “el término semasiología designa, en semántica léxica, la tarea dirigida a describir las significaciones a partir de los signos mínimos (lexemas o palabras)”. Considerando que “semántica” es un término muy cargado de sentido y que, a pesar de su uso estricto, es bastante polisémico al definir una “ciencia del significado” en nuestra cultura occidental propongo la etiqueta semasiología prehispánica para una disciplina, subordinada a la arqueología, que estudie el significado de los sistemas semasiográficos prehispánicos: expresiones ideográficas en cerámica, piedra, orfebrería, textiles, madera y aquellas que, en general, se clasifican como “arte rupestre”. De esta manera empezaremos a cumplir la propuesta del maestro Alberto Rex González cuando en la década de 1970 auspició la idea de que se construyera una "semiología iconográfica precolombina" (González 1974:9,10).

La propuesta de una disciplina o campo de estudio supone la definición previa del objeto de trabajo; es decir, no sólo la caracterización de las cosas o artefactos culturales que se convertirán en objeto de la reflexión cognoscitiva sino, también, el alcance de la reflexión metodológica. Desde trabajos anteriores sobre sistemas gráficos visuales prehispánicos (A. González 1974; Schaafsma 1984; Llamazares 1986; L. González 1992; Velandia 1994, 1999, 2005a; Schaan 1997) se han advertido las dificultades de aplicar recursos metodológicos y técnicas de trabajo que han  dado resultados positivos en otros campos de las ciencias sociales, como ocurre con la lingüística y con la semiótica. A pesar del riesgo se han hecho aportes significativos. Sin embargo, este es momento para aclarar algunos términos de referencia teórica pues el desarrollo de la arqueología cognitiva (o simbólica) ha sufrido los altibajos a que ciertas aplicaciones mecánicas le obligan por fuerza de la reducción subjetivista de ciertos conceptos (Velandia 2003). Al respecto “Paris critica severamente, al igual que nosotros, el enfoque epistemológico en que ha consistido la aplicación por simple calco del estructuralismo lingüístico al dominio visual. Este tipo de reduccionismo, dice con razón, conlleva el riesgo ‘de no ver más allá de lo que se lee’ y de perder, así, lo que es específico de lo visual” (Groupe μ 1993:22).

Si la aplicación de las nociones y terminología de la lingüística clásica a una semiosis de la imagen visual dentro de los parámetros de nuestra cultura es riesgosa, es más difícil intentar una semiosis de las expresiones gráficas provenientes de una cultura diferente que, además, no tiene correlatos lingüísticos en una cultura viva. Este no es un tratado de semiótica y por ello no podemos empezar por la primera lección; por tanto, intentaré la aproximación desde el manejo de los términos de uso en que se expone la perspectiva teórica. Primero, veamos qué entiendo por iconografía y, en particular, qué punto de vista asumo frente al debate sobre la noción de iconismo, pues este es el desierto que he venido arando desde un par de décadas atrás. En mi trabajo sobre la iconografía de San Agustín expuse una propuesta en tal sentido: 

“Las representaciones escultóricas son ‘interpretables’ empíricamente porque nuestro sistema referencial de imágenes nos permite reconocer por semejanza estructuras naturales al punto, incluso, de poder proponer una taxonomía pues, inconscientemente, practicamos una morfología comparada. Estas representaciones o, mejor, signos, que tienen la peculiaridad de ‘parecerse’ a su objeto fueron definidos por uno de los pioneros de la lingüística, Charles Sanders Peirce, como signos icónicos o íconos… La condición y función de todo signo, según el mismo Peirce, de ser ‘algo que de alguna manera o capacidad representa algo para alguien’ implica su carácter de convencionalidad si consideramos que nada puede ser significativo por fuera de un campo semántico. De tal modo, asumo la noción de ‘representación icónica’ como ‘la cosa que está en lugar de otra’, adoptando la propuesta de Umberto Eco, a pesar de su conclusión de que ‘la categoría de iconismo no sirve para nada’... Aparentemente a contracorriente reitero la crítica hecha por el señor Eco acerca de cierto ‘iconismo’ ingenuo; pero la situación que estoy tratando aquí tiene unas condiciones singulares. La pregunta pertinente en éste punto es: ¿qué es lo que puesto en otra parte significa qué, para quién? La respuesta es una deducción que voy a proponer a continuación como una hipótesis para demostrar en el curso de la exposición:

el icono es una forma particular del signo que se construye por analogía entre las formas perceptibles sensiblemente y las funciones adscritas al objeto. Pero, a diferencia de la definición de Peirce, según la cual ‘un signo icónico es aquel en el cual la forma del significante está determinada en alguna medida por el significado’… lo que implica una especie de correspondencia directa entre el contenido (lo que significa para alguien) y la forma (que está puesta en otra parte) considero que los signos icónicos --y me refiero, específicamente, en las culturas indígenas-- no son el resultado de la relación más o menos directa entre un sujeto que arbitrariamente  adscribe una imagen a un objeto puesto fuera de él, en otra parte --de ahí la ingenuidad que le atribuye el señor Eco a éste iconismo--, sino el producto de una construcción más compleja en la cual el objeto es ya, de suyo, un complejo de significado, un campo semántico, un  contexto de un texto ‘puesto en otra parte’, un discurso que, a su vez, habla de otra cosa puesta en ‘otra parte’: la realidad o el mundo de las relaciones reales. Ese discurso es la representación mitopoética de esa realidad. Ese discurso es el mito que subyace en el complejo de las representaciones icónicas” (Velandia 1994:51-52).

La mejor claridad del concepto no ha resuelto el centro de la dificultad pues no basta reconocer el carácter icónico de una imagen, o de una grafía, para deducir el modo de sus articulaciones significativas en un texto gráfico; lo cual obliga a pasar alternativamente de la descripción propiamente icono/gráfica de un objeto, que de suyo es una icono/grafía (como las esculturas de San Agustín con respecto a su contexto histórico), al nivel u opción reflexiva que la convierte en icono/logía.  Aquí es donde he planteado que no sirve la aplicación (que califico de mecanicista) de una perspectiva iconológica al estilo de Erwin Panofsky (1970, 1972, 1975) porque no existe un común denominador estético para la inmensa diversidad iconográfica más allá de los límites de las culturas eurocéntricas que permita la construcción de un modelo iconológico universal:

“… mientras no se investigue y se construya una estética prehispánica la lectura estética que se haga de los restos y pedazos de otras culturas, en especial si se trata de culturas con las cuales nuestra cultura tiene cierta relación contradictoria por cuanto heredamos también las culpas de la Conquista, será una interpretación subjetivista desde el punto de vista estético de la cultura a que pertenecemos. No conocemos el canon estético, ni siquiera hemos descubierto sus sistemas de medida y, por lo tanto, también desconocemos los principios en que se fundamenta la composición (relaciones llamadas de equilibrio, armonía, ritmo, etc. correspondientes en nuestro canon) de sus construcciones o artefactos” (Velandia 2005b:64).

La propuesta de una semasiología que tenga por objeto los sistemas semasiográficos prehispánicos lleva a la consulta de los modelos propuestos para el estudio de la imagen visual pues, aunque no están exentos de similares sufrimientos a los ya diagnosticados para una lectura iconológica, son el único referente a mano. El estudio de la imagen visual, aunque previsto desde tiempos de los fundadores (Peirce y Saussure), no se puso en marcha hasta el advenimiento y desarrollo de los mass media y la tecnología aplicada a las comunicaciones (Vance Packard, Marshall Mc.Luhan, Armand Mattelart, Ariel Dorffman). En las tres últimas décadas del siglo pasado abundaron los trabajos y las publicaciones dirigidas a la construcción de una teoría de la comunicación visual; sin embargo, y a pesar de la mayor difusión del tema, los enfoques teóricos siguen teniendo dificultades porque no logran superar el alcance de las transliteraciones mecánicas que se han practicado desde los modelos lingüísticos: “…El modo más ingenuo de formular el problema... ha sido: ¿existen “fonemas” icónicos y “frases” icónicas? Naturalmente esta formulación adolece de un verbocentrismo ingenuo…” (Eco 1981:355). Esta manera de plantear el problema arrastra dificultades, como las implicadas por el uso o la fabricación de términos, que parecen funcionar bien mientras no se profundice mucho en el asunto:

“…Todo el mundo acepta que las imágenes transmiten un contenido determinado. Si se intenta verbalizar dicho contenido se descubren unidades semánticas identificables (por ejemplo, un prado en el bosque con dos jóvenes vestidos y una muchacha desnuda que están merendando(2)). ¿Existen en esa imagen unidades de expresión que correspondan a dichas unidades de contenido? Si la respuesta es sí la pregunta siguiente sería: ¿están codificadas dichas unidades y, si no lo están, cómo se las puede reconocer? Y, suponiendo que sean identificables, ¿admiten una subdivisión analítica en unidades menores desprovistas de significado y se pueden generar otras unidades significantes infinitas combinando un número limitado de dichas unidades?...” (Eco 1981:355).

Este es el caso de grafema, un término que hace extensivas las implicaciones de fonema en la lingüística, como la de constituir la articulación de monemas o unidades mínimas a partir de las cuales se construyen todas las combinaciones posibles. Según Greimas y Courtés (1982:179) el fonema, en cuanto unidad lingüística del plano de la expresión, es una unidad mínima por ser indescomponible (o no segmentable) a nivel de la manifestación sintagmática (es decir, tras la semiosis por la cual son reunidos los dos planos del lenguaje):

“… en cambio, como figura del plano de la expresión es susceptible de un análisis en unidades más pequeñas llamadas rasgos fonológicos o femas. Aunque, en su origen, el fonema es una unidad construida a partir de consideraciones sobre el significante sonoro de las lenguas naturales los procedimientos de su elaboración tienen un valor general y pueden ser, eventualmente, aplicados a otros tipos de significantes (gráficos, por ejemplo) y a otras semióticas…”.

La pregunta (si seguimos el sentido de la cita de Eco) sería si los “grafemas” rupestres “admiten una subdivisión analítica en unidades menores” como para considerar que, en el plano de la expresión, tienen una estructura similar a la que supone la analogía con la estructura de la lengua. Primero habría que resolver otras preguntas, como si los “grafemas” rupestres están codificados y, si no lo están, de qué manera se los puede reconocer; puesto que si se los pretende como partes de un código de representación icónica requieren del enunciado de un código de reconocimiento. Al respecto, algunos autores vienen usando el término grafema de una manera mas bien heterodoxa y, esencialmente, como un recurso para no “tener que señalar con el dedo” a los “dibujos” y “garabatos” sobre las rocas y, de paso, eludir la discusión que se plantea cuando se hacen objeciones al presupuesto de la escritura. Pero, en este caso, “el cambio de lazo no cambia al perro”, porque el fondo del problema queda sin tocar o, peor aún, ni siquiera hay problema.

El punto central para abrir las alternativas lleva al condicional propuesto por Derrida (1978:143): “…si se deja de entender la escritura en su sentido estricto de notación lineal y fonética debe poder decirse que toda sociedad capaz de producir una noción de sí misma y, por tanto, de construir la diferencia, practica la escritura en general…”. Cada sociedad tiene la opción de auto-concebirse. No tenemos el registro emic de la auto-conciencia de las sociedades que dejaron sus rastros “escritos” en las piedras labradas pero tampoco tenemos la autoridad epistemológica ni la legitimidad disciplinaria para negar que “lo dicho” mediante las pictografías pueda ser, por lo menos, un rastro de esa conciencia. Entonces ya no hablaré de la escritura sino, más propiamente, de los sistemas de escritura.

Una situación similar, aunque no se trataba de artefactos no lingüísticos sin referentes en una lengua viva, permite a los lingüistas, entre ellos a Haas (1976), extender “…la noción de grafema a las unidades de los sistemas de escritura no alfabéticos…” (Pellat 1996:181). El grafema, considerado “…una unidad gráfica polivalente cuya función varía según los sistemas de escritura…” (Pellat 1996:181), puede situarse en varios niveles:

“…En esto es necesario atender al carácter mixto no sólo de los sistemas europeos sino, también, de los sistemas del mundo entero. En materia de ciencia de la escritura debemos dejar de ser eurocentristas y concebir, finalmente, una definición del grafema que pueda satisfacer a un chino, por ejemplo, y no excluir otras lenguas, la gran mayoría, a decir verdad. Que pueda incluir los sistemas más antiguos, cuneiformes, egipcios, mayas, aztecas, etc., así como los sistemas actuales mas exóticos…” (Catach 1996:30).

En consecuencia, y argumentada ya la inutilidad de abordar los artefactos rupestres como rastros de una supuesta escritura alfabética, usaré el término grafema como compuesto por gráfico y fema. Uso gráfico en el sentido de imagen visual (gr. grapho: esgrafiar, grabar, dibujar, pintar) sobre cualquier soporte (roca, cerámica, hueso), independientemente de la técnica aplicada en su construcción (pintada, esgrafiada, cincelada, calada, incisa). Uso fema adoptando la escueta definición de Greimás y Courtés (1982:174): “…un fema es sólo el término resultado de la relación constitutiva de una categoría fémica: por esto no puede ser considerado como una unidad mínima, sino en el plano construido del metalenguaje, y no concierne a ninguna sustancia (a ninguna realidad). Dicho de otro modo, una categoría fémica no es otra cosa que una categoría semántica empleada con vistas a la construcción del plano de la expresión (o, más exactamente, de su forma)…”. De esta manera intento resolver, sin “desmontarme por las orejas”, las dificultades mas inmediatas que derivan de las ambigüedades e imprecisiones de la terminología en uso, por lo menos mientras puedo elaborar los alcances de mi propuesta.

Hechas las aclaraciones de criterio ya no tengo problema para utilizar los términos. Propongo simplificar varias palabras en uso (pictograma, petroglifo, petrograma, gliptograma, etc.) en un solo término genérico, pictografía rupestre, independientemente de la técnica en que se encuentre elaborado; si está cincelado o pintado es un asunto técnico que concierne a la descripción analítica. En ese caso los gráficos grabados en roca serán petroglifos y los gráficos pintados en roca serán petrogramas. La noción de ideografía es útil sólo para referirse al contenido mitopoético que suponen las pictografías rupestres pero no como término genérico. La denominación genérica (pictografías rupestres) de las diversas ocurrencias (por diversidad de sitios, soportes, técnicas, “estilos”) resuelve la incomodidad (en particular para cierto positivismo decimonónico que aun ronda en la arqueología) planteada por las implicaciones que supone el término arte rupestre, sobre el que se han planteado objeciones precisas y con las cuales estoy de completo acuerdo. Por ejemplo, Llamazares (1986:26) señaló:

“…Creemos que ésta no es la expresión más feliz para designar el fenómeno que nos ocupa. El término ‘arte’ es muy general y, por tanto, introduce vaguedad en la designación y, por otra parte, sobreimpone connotaciones seguramente propias de sociedades más complejas a un campo de evidencias cuya funcionalidad original desconocemos…”.

Chapa (2001:2) escribió en el mismo sentido:

“…Existe en este concepto [arte prehistórico] una contradicción que ha provocado reacciones diversas entre los especialistas. Por una parte, el término ‘arte’ procede de un enfoque que emana del propio sustrato de los investigadores y que, probablemente, no refleja un concepto similar en los tipos de sociedad que estamos estudiando. Muchos de los grupos humanos que han podido analizarse en época reciente y que realizan representaciones que nosotros calificaríamos como ‘artísticas’ no distinguen estas obras de muchas otras tareas cotidianas ni se inquietan por lo que es o no es arte, hasta el punto de que en sus vocabularios esta palabra ni siquiera existe…”.

Pictografías rupestres y “lenguajes planarios”

Al eliminar la opción de la escritura y señalando que es inocuo, desde un punto de vista metodológico, aplicar modelos iconológicos de sabor colonialista a iconografías de culturas diferentes, la pregunta será cómo abordar un complejo de artefactos del cual suponemos que tiene significado. Si se trata de sistemas de comunicación visual no lingüísticos o de sistemas semasiográficos debo preguntar acerca del modo de la construcción del espacio y de la composición estructural de los grafemas. Esta pregunta grande se descompone en otras mas chicas: si la estructura del texto que supone la articulación de los grafemas no tiene una ordenación lineal ¿de qué manera se compone el discurso?; ¿cómo es posible un discurso no lineal? Si el discurso no es lineal (es decir, no empieza con “érase una vez” ni acaba en “para siempre jamás”) ¿cómo es posible una narración?; ¿qué estructura tiene el “relato”? Más aún, ¿hay “relato”? No es posible responder estas preguntas de manera directa una por una. Primero debo explicar por qué la estructura de las pictografías rupestres o, mejor, la articulación de las relaciones de los grafemas no está construida según un ordenamiento lineal pues hasta ahora sólo se ha constatado que no lo está, pero no se ha dicho por qué es así. La linealidad de la escritura reproduce la estructura vocálica del relato y, como en la estructura de la música, implica una dimensión esencial, el tiempo. El relato es, fundamentalmente, secuencial y casuístico, es decir, reproduce o describe una sucesión de hechos (reales o imaginados) con un sentido historicista. El relato representado (y, con él, la escritura) es tridimensional pues tiene dos dimensiones en el espacio y una en el tiempo. Si aceptamos que los grafemas rupestres no están ordenados linealmente la alternativa está en plantear que la estructura no es tridimensional pues al no tener secuencia no tiene tiempo y, por lo tanto, sólo tiene dos dimensiones en el espacio. Al no tener tiempo y sólo dos dimensiones la representación es plana. Una alternativa de esta naturaleza ya fue planteada por Jean Marie Floch (1982:159) para una semiótica de la imagen visual:

“…La posibilidad de desarrollar una teoría de la imagen que sea semiótica, es decir, que retome los fundamentos epistemológicos y metodológicos de la semiótica general, es actualmente más que un llamamiento puramente retórico de la extensión virtual del campo de investigación de toda teoría del lenguaje. En efecto, desde que la semiótica se caracteriza y se considera como “la teoría de todos los lenguajes y de todos los sistemas de significación”, ella postula la existencia y la posibilidad de una semiótica que busca cómo la superficie plana, en tanto apariencia virtual sensible puede ser el lugar de la manifestación de la significación. Se llama así ‘lenguajes planarios’ a esos lenguajes que emplean un significante bidimensional. La superficie plana que es la imagen está aprehendida como una virtualidad de sentido y la semiótica visual, al analizar estas imágenes, no es como una búsqueda nueva de lo “pictórico”, de lo “fotográfico” o de cualquier otra significación visual específica: las significaciones expresadas por los lenguajes de la imagen son todas simplemente humanas. Pero, aunque la ‘significación [sea] independiente de la naturaleza del significante gracias al cual ella se manifiesta’ (Greimas 1966:11), no queda menos sino que la semiótica planaria deba organizar los códigos de expresión de las imágenes y las categorías visuales específicas, para examinar su relación con la forma del contenido…”.

Una semiótica planaria es un recurso analítico para abordar unas estructuras aparentemente planas o que constituyen “lenguajes planarios”. Pero, ¿cómo es que las pictografías prehispánicas (sobre rocas, cerámica, metal, etc.) son objetivamente planas o constituyen un “significante bidimensional”? Para responder esta pregunta mostraré cómo en la mayor parte de las representaciones plásticas de las sociedades americanas prehispánicas, con muy notables excepciones (para un cierto momento de su desarrollo), la realidad imaginada fue representada con una perspectiva de dos dimensiones. Los casos más inmediatos que podría citar en orden de complejidad se encuentran en los códices, los textiles, las pictografías rupestres, la cerámica, la pintura facial y la estatuaria. Varios autores se han referido a este carácter singular de las iconografías prehispánicas en la forma de su significación, aunque no han desarrollado una observación crítica sobre las implicaciones que tiene una estructura semejante.  En su gran obra sobre el arte precolombino de Argentina Alberto Rex González (1977) refirió, a manera de paradigma, el caso de un “pictograma”; transcribo in extenso porque su exposición describe el problema que estoy planteando:

“...De entre todas las escenas conocidas sobresale una de la Estancia Sumich, del Alto Río Pinturas [Figura 1]… realmente deliciosa por la ingenuidad, esquematismo y movimiento de algunas de sus figuras componentes. Se trata de una escena de caza pintada en amarillo en la que un grupo de 17 guanacos está cercado casi enteramente por dos grupos opuestos de 21 y 33 cazadores que estrechan el cerco... Los personajes se representan de manera extremadamente esquemática; son apenas siluetas pintadas con colores planos: un simple rectángulo o una imagen alargada algo irregular representan el cuerpo, dos líneas divergentes las piernas; no hay indicación de cabeza. Es posible que esta sea la mayor simplificación que podría lograrse de la imagen de los patagones envueltos en sus largos quillangos de cuero, imagen familiar que el pintor indígena trasladó a su fresco parietal pese a que, según se sabe, en las cacerías se quitaban sus mantos a fin de tener mayor soltura en los movimientos. Así pergeñados, los personajes se interpretan como cazadores por su posición en la escena, mucho más que por su imagen. Por contraposición, los guanacos están diseñados de manera más realista que los seres humanos; con sus lomos arqueados, rectos o convexos según sus movimientos, con los perfectos detalles anatómicos de cabeza, cuello y extremidades, resultan inconfundibles aunque se los observe aislados... Otro detalle de gran interés de la misma escena es el curioso e ingenuo tratamiento de la perspectiva. Si bien la proporción entre las figuras de guanacos y la de los cazadores del primer plano está mantenida mas o menos correctamente los cazadores de la serie más alejada no sólo tienen el mismo tamaño que los de la primera fila sino que, además, el pintor rupestre invirtió por completo la posición de todos ellos ¡colocándolos cabeza abajo! ¿Cuál fue el origen de tan extraña distorsión...?” (González 1977:60-63).

Figura 1. Petrograma, Estancia Sumich – Alto Rio Pinturas

Aparte de algunas conjeturas sobre la “ingenuidad”, el “esquematismo” o “distorsión” de las representaciones, sintomáticas de un punto de vista elaborado desde el canon estético occidental, es una descripción clara del hecho de que la estructura es bidimensional o, como estoy proponiendo, planaria. En este mismo sentido Berenguer y Martínez (1986:84, 86) describieron así una escena de camélidos situada en una pared rocosa de la localidad de Taira, en el valle medio del río Loa, en Chile (Figura 2):

“…Los diseños han sido dispuestos sobre el paramento rocoso con una admirable percepción del espacio disponible, utilizándose [sic] con verdadero acierto las grietas, irregularidades, planos y volúmenes del soporte en la organización de la obra. Para dar la ilusión de perspectiva a veces se han superpuesto diseños con figuras de diferente tamaño…”.


Figura 2. Petroglifo, Taira - Río Loa

La solución para resolver esta “ilusión de perspectiva” se ha planteado de diferentes maneras; es posible considerar la deducción de Berenguer-Martínez, mediante la superposición de las figuras o mediante el recurso de jugar con su tamaño o de colocarlas abajo o arriba del soporte físico. La “perspectiva” es una invención para representar gráficamente la manera como percibimos visualmente el entorno desde un punto específico de referencia del espacio; es decir, “vemos” el mundo en perspectiva porque tenemos visión estereoscópica y, por lo tanto, nos representamos el mundo mediante una “ilusión de perspectiva”. Pero el problema aparece cuando pretendemos cartesianamente (perdónenme el término), representar tres dimensiones en dos o, mejor, simular que eso es posible. El asunto es cómo representar (plásticamente) lo que tenemos representado en la cabeza como “ilusión”. Por esto las soluciones propuestas han sido denominadas como artificiales (perspectiva artificialis), porque son eso: una invención: “La perspectiva artificial responde  a la búsqueda de una solución técnica para representar icónicamente los fenómenos de la tridimensionalidad del mundo natural (profundidad, volumen) en soportes bidimensionales” (Zunzunegui 1998:48). El producto de esta intención se denomina “espacio pictórico”, definido:

“…como un ámbito aparentemente tridimensional compuesto de cuerpos (o pseudocuerpos, como las nubes) e intersticios que parecen extenderse indefinidamente, aunque no siempre infinitamente, por detrás de la superficie pintada, objetivamente bidimensional... Ha dejado de ser [el soporte físico] una superficie de trabajo opaca e impenetrable... y se ha convertido en una ventana a través de la cual nos asomamos a una sección del mundo visible…” (Panofsky 1975:182).

Pero, a diferencia de la estética occidental, el “espacio pictórico” en los códices precortesianos (igual ocurre con los artefactos rupestres) está definido de una manera peculiar:

“…En la pintura de los códices la perspectiva tridimensional es totalmente desconocida; se utiliza una ‘perspectiva planigráfica’... Los dibujos presentan planos frontales y laterales que dan como resultado en las formas corporales movimientos anatómicos imposibles de realizar y en las construcciones arquitectónicas edificios que, de ninguna manera, podrían sostenerse…” (Batalla 1993:116) (véase la Figura 3).

Figura 3. Ritual en la fiesta de Ochpaniztli – Códice Borbónico

En el mismo sentido Toscano (1952:320) señaló que “…el tlacuilo o pintor expresaba la realidad reducida a un solo plano, bien de perfil o de frente, según que la figura presentara mayor claridad para su estilización en determinado ángulo…”. Refiriéndose a la pintura mural entre los aztecas y mayas George Kubler (1986:114) sostiene que ambas culturas participaban de un mismo esquema que no sufrió sino variaciones estilísticas hasta el advenimiento de la Conquista:

“…Este esquema... consistía en áreas uniformemente coloreadas de límites lineales invariables que sólo describían las siluetas más fáciles de reconocer. A veces se elige un perfil, a veces una vista frontal; a veces hay una composición de planos frontales y laterales que dan como resultado una representación de los movimientos corporales orgánicamente imposible pero conceptualmente clara. Los objetos huecos y los recintos se muestran en sección... El marco inferior de la pintura o el mural equivale, generalmente, a la tierra y el marco superior al cielo. También se puede interpretar la parte de abajo como lo más cercano y la de arriba como lo más lejano. Las figuras pueden superponerse sin marcar ninguna profundidad intencionada. Las distancias entre las formas siempre se señalan por intervalos en la anchura o la altura y nunca por la disminución perspectiva en una imaginaria tercera dimensión. Las perspectivas de tres cuartos y el escorzo no se utilizaban nunca. Tampoco se empleaban tonos degradados para indicar formas redondeadas o sombreadas. Normalmente un cambio de color significa un cambio de símbolo. Los esquemas compositivos se asocian, siempre, a las ideas generales de las cosas y nunca pretenden describir condiciones visuales en condiciones momentáneas. El movimiento compositivo sobre la superficie de las escenas con muchas figuras suele significar el movimiento en el tiempo…”.

El caso más patético entre todas las formas conocidas de expresión plástica de carácter icónico o, mejor, que plantean la expresión de un propósito comunicativo, se encuentra en la escultura en piedra. Con notables excepciones, como ya advertí, la mayor parte de las representaciones trabajadas en material lítico es planigráfica o supone un concepto planario de la representación. Desde los monolitos Bennet y Ponce en Tiahuanaco a la estatuaria de Pukará en el Titicaca y de Recuay en el valle de Huaraz, pasando por Chavín de Huántar, en Perú, y por San Agustín, en el sur de Colombia, hasta los atlantes de Tula, en México (Figura 4a y Figura 4b), la mayor parte de la estatuaria (llamada “redonda” o “de bulto”) y de las técnicas escultóricas (en relieves o estelas) es planigráfica. Consisten, fundamentalmente, en la proyección de cuatro a seis planos yuxtapuestos para conformar un volumen aparente que está determinado por el volumen físico de la masa del material lítico pero no es un “volumen escultórico”. Algunos autores (Barney 1975; Gamboa 1982; Novoa 1992; Sondereguer 1997) han considerado que esta “planimetría”, “proyección frontal” o “frontalidad” está definida por una incapacidad técnica para producir excavados de suficiente profundidad, habida cuenta de lo rudimentario de los instrumentos o debido a una “intencionalidad hierática” para generar una apariencia de “fuerza y poder”, cuando no por una “voluntad de forma”.

   Figura 4a “Atlante” de Tula   Figura 4b. “Atlante”, Despliegue (Jiménez 1998:32)

En cualquier caso se hace una deducción gratuita porque no consulta el resto de la información disponible en el registro arqueológico. Si se considera la complejidad del contexto de las obras arquitectónicas donde se encuentra una escultura como el Lanzón del templo de Chavín (Figura 5) mal podría ser calificada como debida a una“incapacidad técnica” o a una “carencia de dominio de la forma”  o de “la materia pétrea” por razones tecnológicas.

Figura 5. “Lanzón”, Chavín de Huántar

De otra parte, un criterio “evolucionista” mecanicista (en el sentido de que procediera de lo simple a lo complejo) sobre el proceso de la estatuaria indica que la expresión planigráfica sería más temprana (por considerarla menos compleja) que las representaciones tridimensionales. Esto no tiene mucho sentido cuando se constata que en una misma fase del desarrollo se presentan ambas formas de representación. Estos supuestos, elaborados desde una teoría para el arte occidental, también se deben a las “incomodidades” que genera el intento de ajustar unas calzas tan estrechas a expresiones estéticas diferentes.

Figura 6. Tiahuanaco, Monolito Bennett

En los ejemplos citados de las culturas de Chavín (Figura 5a y 5b), Tiahuanaco (Figura 6 y 7, Monolito Bennett) y  Recuay (Figura 8), evidenciamos que, a pesar de la intención de construir una forma en volumen, la proyección de la representación es plana. El monolito Bennett (Figura 6) está compuesto por cuatro planos (cuatro bajo-relieves) yuxtapuestos. Una demostración de lo uno y lo otro (la intención y el resultado) está en la manera de construir los brazos porque la proporción establecida entre el brazo y el antebrazo (distancia del hombro al codo con relación a la distancia del codo a la mano) es un truco de dibujante para producir la ilusión de proyección en el espacio mediante un escorzo. Otro detalle constructivo lo hallamos en el modo “inusitado” (para nosotros, por supuesto) de la construcción de la mano derecha.

Figura 7. Monolito Bennett, despliegue

Pero si se observa el despliegue de los relieves sobre un solo plano (Figura 7) se hallará que la mano está correctamente diseñada como una mano “izquierda”; la que ahora aparece extraña es la mano opuesta que sostiene un quero (vaso ceremonial), ya que tiene cinco dedos sobre el mismo plano, pues en nuestra lógica debería tener cuatro: el pulgar quedaría oculto por el vaso. Todo esto significa que la estatua se diseñó desde la superficie plana que representa una escena de un ceremonial.

Figura 8. Recuay

En el caso de San Agustín (Figura 9) las proyecciones en tres dimensiones son raras. La casi totalidad de las piezas presenta esta característica planaria. No  las describo como “planimétricas” porque desconozco los criterios que determinan la proporción y el patrón de medida con los que construirían las representaciones (bidimensionales) sobre un plano. El recurso ya citado de exagerar la proporción entre el brazo y el antebrazo y el de colocar, casi invariablemente, la mano abierta sobre el vientre genera un escorzo y, por lo tanto, la ilusión de que la mano se apoya sobre un vientre voluminoso, como si estuviera grávido. Puedo mostrar muchos casos que permiten deducir que los escultores de San Agustín eran conscientes de la dificultad para crear un volumen escultórico a partir de estructuras naturales ortogonales y de la opción de inventar un engaño óptico que lo simulara sobre un plano.

Figura 9. San Agustín

Esta conciencia del problema se infiere de la manera como fue construida plásticamente una escultura que se halla en el Alto de Lavapatas (Figura 10), en San Agustín, en la cual la figuración de un personaje desnudo, ataviado con un gran tocado que cae por la espalda como la piel de un caimán, fue proyectada mediante la yuxtaposición de tres planos, uno frontal y dos laterales, que se tocan en el vértice posterior. El problema de articular los tres planos se resolvió mediante el recurso de “doblar” los hombros hacia el frente con la pretensión de amarrar o articular los planos diseñados por separado. Estos dos ejemplos bastan para ilustrar la aseveración formulada sobre cómo la proyección de la imagen prehispánica es fundamentalmente planigráfica. Pero en San Agustín sorprende que, a pesar del resultado en el tratamiento, es decir, una proyección escultórica planaria, muchos procedimientos parecen estar dirigidos a producir una ilusión de volumen; los escultores eran, a mi entender, mejores dibujantes.

Figura 10. San Agustín – Alto de Lavapatas

Cuando ya parece que tenemos replanteado el problema y que se ha proyectado cierta claridad sobre la situación aparece otro problema: si las representaciones prehispánicas son planigráficas (o planarias) ¿cómo hacemos para representar, en nuestra cabeza, lo que teniendo tres dimensiones no está representado, sin embargo, sino en dos?; ¿cómo hacemos para relevar o transcribir la información primaria sin deformarla con nuestra perspectiva tridimensional? Al respecto menciono un problema similar con cerámica en una investigación que realicé (1996 a 2000) sobre la iconografía funeraria de la cultura de Santa María en el noroeste de Argentina.

Al iniciar el relevamiento de las urnas funerarias, la primera pregunta que podía hacerme era qué procedimiento podría intentar para su “lectura” pues el único modelo de referencia que tenía a la mano era el desarrollado por todos los analistas precedentes: dibujar “a mano alzada” (casi siempre esta labor la ejerció algún dibujante ad hoc) una representación en perspectiva de las urnas acompañada, en el mejor de los casos, por algunas fotografías de apoyo que verificaran, tal vez, el acierto del dibujante. Este procedimiento para representar elementos arqueológicos siempre ha sido discutido pues aún en el mejor de los casos (cuando el dibujante es un excelente copista) el resultado es una interpretación subjetiva que, mediante recursos plásticos del dibujo, pone sobre una superficie de dos dimensiones lo que, en realidad, tiene tres dimensiones. Aunque se conserva la apariencia general del objeto las representaciones sobre la superficie de los ceramios (en particular) aparecerán necesariamente deformadas, de manera parecida a como se las está “leyendo” porque se las mira desde una perspectiva de tres dimensiones. En este sentido, una cosa es la que compone el ojo y otra la que compone la mano. La consecuencia inmediata que puede deducirse es que la mayor parte de las especulaciones hechas sobre la posible significación de la iconografía santamariana padecen de un defecto en su origen pues los datos están tergiversados.

Figura 11. Pintura facial Caduveo

Frente a una situación similar, sólo que en lugar de urnas funerarias se trataba de los rostros pintados de las mujeres Caduveo (Figura 11), Claude Levi-Strauss refirió otras implicaciones, si se quiere aún más complejas e incidentes, respecto al sentido de las representaciones y a su posibilidad de interpretación:

“La artista ha diseñado [sobre un papel] el decorado facial de una manera realista, es decir, respetando sus verdaderas proporciones como si lo hubiera pintado sobre un rostro y no sobre una superficie plana. Para ser exactos ha pintado la hoja como estaba acostumbrada a pintar una cara. Debido a que el papel ‘es’ para ella una cara le resulta imposible ‘representar’ una cara sobre el papel, al menos sin deformación. Era necesario o bien dibujar exactamente una cara y deformar el decorado según las leyes de la perspectiva o bien respetar la individualidad del decorado y, para ello representar la cara desdoblada” (Levi-Strauss 1973:234). (Figura 12).

Figura 12. Representación planaria de la pintura facial

La mujer prefirió dibujar la representación de la pintura facial conservando la fidelidad al diseño tradicional o establecido y deformando la representación de los rasgos de la cara; de ese hecho Levi-Strauss (1970:175-176) dedujo “la indiferencia de su arte con respecto a la arquitectura natural del rostro humano”. De esta observación en el registro etnográfico se puede inferir una lógica del uso de los objetos y de los propósitos de la “decoración”, ya sea sobre cacharros o sobre la piel, diferente a la “lógica” que usamos habitualmente; para nosotros el sentido de “lo decorado” es superficial y superfluo con respecto a la función utilitaria de las vasijas o la función social del cuerpo humano. No vacilo en extrapolar esta situación al caso que me ocupa porque la lógica del “pensamiento en estado salvaje” como organización del modelo etnográfico es más congruente que la del modelo arqueológico, tan empobrecida de sentido.

Esta observación me llevó a considerar que tal vez lo que “yo veía” no era exactamente lo que el indígena quiso que “se viera”. El discurso esgrafiado y pintado sobre la estructura de los ceramios, que era lo que “yo veía” desde una perspectiva tridimensional, tenía una estructura “subyacente” porque se ceñía a la estructura de la superficie de las piezas cerámicas y que definí como de dos dimensiones (o planaria) puesto que las formas sólo pueden desarrollarse  o representarse sobre un plano. A este criterio debía acogerse, por lo tanto, cualquier intento de representación o de relevamiento del registro arqueológico iconográfico y también, por necesidad directa, cualquier aplicación técnica a dicho propósito. La mayor dificultad para relevar la información iconográfica es de orden “cartográfico”, con la misma implicación que supone proyectar cada punto de las incidencias sobre la superficie de un geoide (en tres dimensiones) a un plano (en dos dimensiones). En el caso de la indígena Caduveo que contó Levi-Strauss hay que elegir si se transcribe el diseño sin deformarlo (puesto que para nuestro cometido importa más el rigor de la información que contiene) o desdoblar la imagen del ceramio continente de la representación (Velandia 2005a:75-76).

Para el caso del llamado “arte rupestre” el hecho de que la proyección espacial de las representaciones ideográficas sea planigráfica, determina que las aproximaciones interpretativas deben rediseñar su estrategia porque la perspectiva tridimensional de nuestro sistema de representación tergiversa, distorsiona o falsea la información primaria. Se requiere, entonces, metodologías y técnicas de trabajo distintas pues la condición planaria de las representaciones supone un tratamiento geométrico de dos dimensiones que permita la transcripción ortogonal de una geometría a otra.

Parte de las dificultades que plantea esta alternativa metodológica en el terreno práctico es de carácter tecnológico; esta situación se puede observar en su forma intuitiva en la propuesta de varios investigadores que, desde otras perspectivas, trataron de resolver la dificultad derivada de la existencia de muchos procedimientos e instrumentos formales para reducir la información rupestre mediante el diseño de fichas de registro o de documentación. Aunque se han realizado avances importantes en aplicaciones tecnológicas para el estudio de pigmentos o en fotografía digital el enfoque formalista de los análisis, más preocupados por los diseños y “motivos” decorativos que por la significación de los grafemas como parte de la cultura material de una sociedad concreta, impide plantear las preguntas adecuadas para la búsqueda de respuestas válidas científicamente.

En lenguaje de matemáticos, el asunto sigue siendo un “problema mal puesto” en la teoría arqueológica. La salida supone (a) reconstruir o replantear las preguntas de investigación desde su base; (b) asumir que la información iconográfica hace parte de la información primaria en el registro arqueológico; (c) antes que preguntar qué significan los “diseños” y “decorados” sobre la cerámica o sobre las paredes de roca es necesario reconocer que dichas formas contienen un sistema de expresión social y, por tanto, se debe plantear de qué manera se articulan con el resto de la información primaria; y (d) cualquier procedimiento analítico tiene que argumentarse como un modelo estructural sobre la base de la información disponible.

Una vez que he aclarado cómo las pictografías prehispánicas (sobre rocas, codex de amatl, cerámica, metal, etc.) son objetivamente planas o constituyen un “significante bidimensional” se requiere diseñar un modelo analítico que permita ordenar las relaciones aleatorias de una diversidad de ocurrencias según una estructura de dos dimensiones. El asunto es cómo se trabaja sobre estructuras planarias con un modelo también planario. La primera dificultad estriba en la definición del espacio pues...
“…con una restricción suplementaria el espacio se encuentra definido sólo por su tridimensionalidad al valorizar, muy particularmente, uno de sus ejes, la prospectividad (cf. la perspectiva en la pintura) que en el discurso narrativo corresponde a la linealidad del texto que sigue el recorrido del sujeto. Por su lado, la semiótica planaria (bidimensional) está llamada a explicar, desde una superficie que sólo es un conjunto de configuraciones y de lugares iluminados, la instalación de los procedimientos que permiten dar al sujeto (situado enfrente de la superficie) la ilusión de un espacio prospectivo…” (Greimas y Courtes 1982:154).

Aquí se trata de la posibilidad de aproximar una dificultad (la comprensión de las imágenes visuales en nuestra cultura) desde el cuerpo de categorías de la noción de escritura: la perspectiva y el discurso lineal. Cuando ya hemos visto que estas categorías son irreductibles en las pictografías rupestres porque son literalmente (al pie de la letra) planas porque les falta una dimensión (el tiempo) entonces el espacio real donde se encuentran articuladas (que es de tres dimensiones, x, y, z en el plano cartesiano) sólo se puede pensar por el modo de su articulación estructural con el todo de la naturaleza en el contexto del discurso mitopoético.

Considerando las aporías y dolores de la noción de iconismo y la irrelevancia de transliterar las virtudes de la lingüística al análisis del lenguaje de las imágenes visuales, varios investigadores contemporáneos han planteado como salida la definición o construcción de una semiótica visual. En este camino el Groupe μ(1993:167) ha propuesto desarrollar una “…retórica de la representación visual que no se limite a la figuración sino que pueda hacerse cargo de lo no figurativo, es decir, no solamente de lo que el arte del siglo XX ha producido en este respecto sino también... de los plomos de las vidrieras cistercienses, de los almocárabes de las estampas irlandesas, de las obras de damas en macramé, etc…”. Para ello ha planteado la noción que distingue entre signo icónico y signo plástico. De esa distinción se han desprendido numerosas opciones pero también debates. En sus propios términos de manera inmediata se presenta una dificultad:

“…Los límites precisos entre la figuración y la no figuración son, indudablemente, difíciles de determinar en la práctica. Lo que en las artes llamadas decorativas aparece como “abstracto” se revelará, rápidamente, a la percepción más fina como la estilización de un objeto (figura floral, mineral, etc.) y, a la inversa, los iconos identificables como tales por aquellos que viven en una cultura dada serán, sin aprendizaje, ‘ilegibles’ para otros observadores... La dificultad sigue siendo el delimitar el carácter semiótico de las relaciones puramente plásticas, independientes en teoría --aunque no en la práctica-- de las relaciones de carácter icónico…” (Groupe μ 1993:167).

Dicha situación nos coloca en otra disyuntiva, porque si bien suena sugestivo el ordenar las pictografías rupestres en dos clases: signos icónicos, es decir, todas aquellas que tengan algún “parecido” con formas naturales reconocibles, según nuestra “morfología comparada”, que nos permitiría ordenarlas en, por ejemplo, zoo/morfas, fito/morfas, antropo/morfas (que tienen la apariencia de categorías en una ordenación natural) o, en las ingenuas descripciones como rani/formes, serpenti/formes, y “tri/digiti/formes”; y en signos plásticos  según la cual clase, habría que distinguir los modos de la composición y articulación estructurales de los frisos, paneles, o unidades del texto visual, sigue de todos modos presente la dificultad de las denominaciones, cuando para unas formas de las cuales no tenemos registros emic, ni los referentes de una lengua prehispánica viva, no queda otro recurso que acudir al propio texto de bolsillo del investigador.

En un intento similar Santos Zunzunegui (1998), siguiendo un derrotero trillado por Greimas (1966; Greimas y Courtés 1982), Floch (1982) y el Groupe μ (1993), planteó la alternativa de distinguir entre una semiótica figurativa y una semiótica plástica que se puede sintetizar en su reducción de la noción de signo (hablamos de signo visual) a su modo de expresión como figura: Así, “…debe entenderse la expresión figura que abarca tanto expresiones ‘figurativas’ como expresiones no figurativas en la medida que se trate de ‘figuras geométricas’ que no tengan analogía directa con los objetos del mundo real…” (Zunzunegui 1998:74). Pero, antes de proseguir su elaboración advierte que el problema inmediato que plantean las figuras es su inventario porque “…sólo es posible efectuarlo cuando se recurre a acoplar a las ‘figuras’ un significante lingüístico que da lugar a la aparición de un significado de denotación que nombre la figura; [de tal suerte que] la imposición de una palabra clasificatoria a la infinita variedad de realizaciones icónicas, aún facilitando su agrupación en ‘familias’, se realiza, necesariamente, dejando de lado la especificidad plástica de cada figura…” (Zunzunegui 1998:74). Así volvemos a la dificultad que anotaba antes: para describir cierto grafema rupestre tengo que llamarlo “serpenti/forme”; esto supone que cuando apenas alcanzo a enunciarlo, ya le he adscrito las connotaciones de representar una serpiente.

Llamar figuras a las imágenes visuales, independientemente de que sean figurativas o no figurativas (en tanto mas o menos geométricas), tampoco resuelve ni la distinción constructiva que es necesario realizar para poderlas describir ni evita (y, mucho menos, supera) las incomodidades de la noción de iconismo. La figura siempre es una metáfora, siempre “…es figura de... [pues] en su origen mismo (lat. fingere) significa, al mismo tiempo, fingir y modelar... la figura pertenece, proviene, depende. ¿De qué? De lo que, por un complejo rodeo de la historia del lenguaje, se llama su modelo…” (Aumont 1998:40-41). La figura es figura por su relativo parecido o semejanza con un referente en el mundo de las cosas; esto equivale a regresar al signo icónico de ese “iconismo ingenuo” criticado por Umberto Eco.

Al llegar a este punto sólo queda retornar a la noción de iconismo porque no es posible resolver el debate y clavar una bandera sobre los muertos que queden. La única salida es asumir un punto de vista y redefinir los términos de referencia. Respecto de la discusión inmediata (dejando claro que está planteada sobre la posibilidad de una semiótica de la imagen visual en nuestra cultura) pienso que es posible rescatar dos nociones: la de signo icónico en la versión de grafema icónico y la de figura geométrica en la versión de grafema geométrico. No se trata de un juego de palabras. Al contrastar las posibilidades analíticas de una semiótica de la imagen visual (pensada como una alternativa menos onerosa, teóricamente, que hacer una transliteración de la lingüística) y las condiciones concretas de las pictografías rupestres (en cuanto restos de la cultura material distinta en el tiempo y el espacio) tales signos, independientemente de las consideraciones que pretendían encontrar en ellos un ordenamiento lineal (a la manera  de una escritura alfabética) o de la discusión sobre el carácter de semejanza del signo con la cosa representada, están facturados de una manera peculiar: están pintados o grabados; son grafías pintadas, son grafías impresas, son pictografías. Finalmente, las pictografías se pueden clasificar en dos órdenes básicos: icónicas y geométricas.

Nos encontramos en una situación restringida respecto de la posibilidad de construir una semiosis aplicable a las pictografías rupestres (o, para conciliar con la aplastante mayoría, al arte rupestre) pues la función semiótica supone la articulación de los dos planos de la relación significativa, el significante y el significado (Saussure 1961), o la relación entre la forma de la expresión y la forma del contenido (Hjelmslev 1980). Digo restringida porque al carecer de los términos de referencia en una lengua viva o en una tradición iconográfica que, por lo menos, sirviera de lingua franca sólo podemos suponer que debajo de las ocurrencias pictográficas late, de alguna manera, el lenguaje. Esta condición llevó a Llamazares (1986:3) a proponer como pauta metodológica lo que denominó como la circunscripción o “reducción al significante”:

“…Sobre la base de esta imagen [se refiere a la función semiótica] podemos concebir al arte rupestre en tanto signo, como un fenómeno biplanar… del cual sólo nos ha quedado como evidencia perceptible uno de esos planos, el plano del significante. Y si afinamos nuestro análisis, en términos del modelo propuesto por Hjelmslev… del plano de la expresión sólo contamos con la sustancia. Todas las demás son dimensiones a reconstruir (y habrá que evaluar cuáles son reconstruibles y en qué medida). En consecuencia, la ‘reducción al significante’ implica que, metodológicamente, nuestro trabajo se debe circunscribir --al menos en un primer momento-- a ese plano de acción; resignando los otros, inaccesibles en función de las limitaciones propias del registro arqueológico…”.

Según mi argumento, elaborado sobre la crítica a las pretensiones de hallar los rastros de una escritura en el arte rupestre, la única estructura perceptible en las pictografías rupestres (y en la mayor parte de la iconografía prehispánica) es de carácter planario, acogiendo la definición hecha por Floch (1982). Por lo tanto, el proyecto para una semasiología prehispánica estará definido por el carácter planario de los sistemas semasiográficos prehispánicos: será una semasiología planaria. En este sentido, asumo el argumento de Llamazares, pues no sólo supone un rigor metodológico sino que lo impone el objeto mismo de trabajo: el significante o plano de la expresión es plano o, mejor, planario. En consecuencia, una semasiología prehispánica tiene por objeto de estudio la construcción del plano de la expresión bidimensional de las ocurrencias en las pictografías rupestres, es decir, reconstruir el modo de la articulación de los grafemas (icónicos o geométricos) sobre un espacio de dos dimensiones, culturalmente determinado. Esta definición nos aproxima a un campo disciplinario de la semiótica (también en construcción), la proxémica:

“…La proxémica es una disciplina --o, más bien, un proyecto de disciplina-- semiótica que trata de analizar las disposiciones de los sujetos y de los objetos en el espacio y, más particularmente, el uso que los sujetos hacen del espacio con fines de significación. Así definida aparece como un campo problemático de la teoría semiótica que abarca, en parte, la semiótica del espacio…” (Greimas y Courtés 1982:325).

Hasta ahora la proxémica está diseñada para trabajar sobre espacios tridimensionales; de allí que se haya previsto que:

“...la semiótica planaria (bidimensional) está llamada a explicar, desde una superficie que sólo es un conjunto de configuraciones y de lugares iluminados, la instalación de los procedimientos que permiten dar al sujeto (situado enfrente de la superficie) la ilusión de un espacio prospectivo…” (Greimas y Courtés 1982:154).

La proxémica deberá permitir al sujeto reinventar sobre el plano la ilusión de la proyección en perspectiva. Cuando expliqué la manera como las pictografías rupestres carecían de “perspectiva”, no negué que pudieran tenerla; es posible que, en la medida que tenemos un canon estricto para proyectar y representar nuestra visión estereoscópica, no estemos en condiciones de leer otras alternativas. Berenguer y Martínez (1986:84, fig.11) pueden tener razón cuando suponen que en Taira “…para dar la ilusión de perspectiva a veces se han superpuesto diseños con figuras de diferente tamaño…”. Se trata de una manera diferente de proyectar una noción del espacio; este será un problema para una proxémica planaria.

Como ya mencioné, las relaciones espaciales de las pictografías rupestres son complejas y se pueden ordenar en tres modos o instancias según la posición relativa que guardan: (a) los soportes con el paisaje; (b) los planos pictográficos respecto de las facetas de la roca; y (c) los grafemas respecto de cada plano. Estos órdenes del espacio han sido planteados desde la perspectiva de los “estilos artísticos” con la cual, a pesar de diferencias notables en el enfoque, coincido en el criterio que distingue tres modos del espacio: sitio, panel y figura (Troncoso 2002:140) o, desde la arqueología del paisaje (ArPa), noción que comparto más explícitamente y que  plantea tres nociones del espacio de las ocurrencias rupestres: estación, panel y figura (Criado 1999; cf. Santos y Criado 1998). El concepto de “estación” se define como “…un conjunto de manifestaciones rupestres que forman un grupo o unidad, con una relativa proximidad entre ellos y, generalmente, en la misma localización…” (Criado 1999:25). La diferencia con el concepto de sitio en arqueología tiene que ver con la articulación específica de los artefactos rupestres en el paisaje cultural pues tiene connotaciones espaciales distintas a las que podría tener cualquier otra ocurrencia de la cultura material yacente bajo tierra; en otro sentido se podría decir que las pictografías se articulan de una manera diferencial respecto del resto del registro arqueológico pues son el producto de un proceso de deposición diferente. Tal vez este sea uno de los obstáculos para la comprensión de las pictografías rupestres como parte consustancial del registro arqueológico pues criterios tradicionales, como “estratificación”, no funcionan de la misma manera.

Este es uno de los criterios que han dado méritos a la arqueología del paisaje: haber ubicado en un espacio dinámico las relaciones que explican el hecho rupestre como parte de un contexto arqueológico determinado, de tal suerte que expresiones como “marcador territorial”, que se fueron metiendo en la jerga arqueológica como otros términos de moda, no dicen nada pues no definen el modo de las relaciones espaciales (sociales, económicas o políticas) respecto de las cuales tendría sentido “marcar” un territorio con una piedra pintada o grabada de manera convencional. No definen nada, aparte de las demás relaciones: las de las grafías con el espacio de la roca en que se encuentran inscritas y las que guardan los grafemas entre sí. Es como si un arqueólogo del siglo XXX describiera como “marcador territorial” una oxidada señal de tránsito en una intersección de caminos que supervive en medio
de un desierto.

Alternativa metodológica

Dije en la introducción a este trabajo que si la respuesta era negativa, es decir, que no tenía sentido seguir intentando “leer” las pictografías rupestres y, en general, las iconografías prehispánicas como si fueran los retazos de una escritura perdida entonces propondría una alternativa. De hecho, ya he planteado, a medida que deshacía el entuerto, los criterios teóricos que me llevan a sostener no sólo que es impertinente proseguir buscando claves y códigos secretos en las pictografías rupestres sino, también, la metodología de otra perspectiva: un modelo estructuralista que dé cuenta del modo de las relaciones entre las diversas ocurrencias rupestres y que tiene como fundamento el hecho de que las representaciones ideográficas prehispánicas, constituyen un sistema de comunicación visual no lingüístico, o sistema semasiográfico, que tiene una estructura planaria.

Para abordar la definición de unas categorías que permitan reducir la diversidad de las ocurrencias en un cuerpo discreto de variables, entre otras razones como único mecanismo para poder ordenar o clasificar lo que, de otra manera ,sería un universo heteróclito inmanejable, propongo aplicar el criterio de enunciar el menor número de variables posibles en que se puedan agrupar la mayor parte de los casos. Es posible que algunos (o incluso, muchos) casos queden por fuera; pero, aún asumiendo la validez de casos excepcionales al enunciado de la norma, el criterio parte de que no es posible, a priori, dar cuenta en absoluto, de todas las versiones.
 
Asumiendo (con algunas variaciones) las propuestas de Greimas y Courtes (1982) para la formulación de una semiótica plástica de las imágenes visuales en nuestra cultura (que tienen, también, el carácter de una semiótica planaria o bidimensional), puedo definir las categorías de la expresión rupestre mediante la distinción de dos tipos fundamentales: categorías constitucionales y categorías no constitucionales. Las primeras permiten la aprehensión (sensible) o percepción de una configuración rupestre cualquiera y las segundas regulan el modo (¿estilo?) de la disposición de las configuraciones gráficas ya constituidas en el espacio planario (Zunzunegui 1998:76). Las categorías constitucionales se dividen en textural, eidética y cromática, que corresponden a tres condiciones sustanciales: textura, forma y color. La categoría textural tiene particular importancia en la descripción de las pictografías rupestres pues todas las técnicas aplicadas van dirigidas a alterar una estructura ya dada (la que conforma la estructura natural del soporte o panel) mediante le definición de zonas o planos diferenciables por su menor o mayor capacidad de reflejar la luz; en otras palabras, la intención es producir una percepción visual y táctil diferente. Esta intención permite constituir unas formas (eidéticas) específicas, diferenciables de las formas naturales dadas y que se constituyen en relación contextual de las pictografías. Al respecto muchos investigadores han reseñado la particularidad del uso de la “microtopografía” del panel, ya sea mediante la modificación de canalículos o grietas naturales o por la texturación (esgrafiada o abuzardada) de zonas específicas dentro del conjunto (e.g. Berenguer y Martínez 1986:83-85). Resumiendo, la superficie natural es constituida como panel rupestre mediante la alteración y transformación de su estructura textural.

La categoría eidética comprende todas las variaciones geométricas que permiten definir una configuración plástica de la “forma” de las imágenes: recto/curvo; cóncavo/convexo, etc. La categoría cromática contribuye tanto a la definición del valor textural como a la definición del color como forma constitutiva mediante tres juegos de oposición: ausencia-presencia (color + / --); contraste (e.g., negro/amarillo --N/Am); y alternación (e.g., blanco-negro-blanco –Bl-N-Bl)

La categoría no constitucional fundamental es de naturaleza topológica y regula la disposición de las configuraciones de los grafemas en el espacio planario; se pueden distinguir tres, especialmente: orientación (este/oeste, zenit/nadir), posición (centro/periferia, interior/exterior, incluso/exento) y articulación espacial (fondo/grafema, yuxtaposición, sobreposición).

La distinción entre categorías constitucionales y no constitucionales de los grafemas rupestres no sólo es importante para obtener un lenguaje que permita describir objetivamente las ocurrencias rupestres sino porque nos pone en el camino de entender cómo se encuentra estructurado el discurso visual. Las categorías de textura, forma y color son de carácter perceptible y para describirlas recurrimos a procedimientos cuantificables ya que podemos clasificar la textura en rangos de granulación sobre una escala (fino, medio, grueso) o describirla en unidades de medida (micrones) por su mayor o menor relieve sobre la superficie; de tal suerte que el criterio de textura escapa a la sola subjetividad del observador porque se puede controlar. De igual manera ocurre con la forma, pues se puede reducir o relevar mediante procedimientos mecánicos como la fotografía perpendicular, el calco y el frottagge. En cuanto al color son ya conocidos los recursos técnicos aplicables para su descripción y reproducción, como la escala IFRAO. No ocurre igual con las categorías no constitucionales porque son de naturaleza relacional; además, son contingentes por su tratamiento diferencial según cada cultura. En el caso de las categorías constitucionales puedo afirmar que no hay grafema rupestre sin textura, forma o color pues estas categorías hacen parte del contexto natural de las ocurrencias rupestres; de lo contrario no serían perceptibles ni visibles y no habría imagen visual. Al contrario de lo que ocurre con las constitucionales, las categorías no constitucionales son arbitrarias en cuanto al modo de la disposición de los grafemas sobre el plano o, en otras palabras, en cuanto al “estilo” de la composición plástica; son de carácter compositivo y, por lo tanto, pueden estar o no estar. De las categorías de textura, forma y color se desprenden implicaciones específicas para el significado de las pictografías rupestres; sin embargo, la mayor complejidad de una semasiografía, en cuanto sistema de comunicación de signos no lingüísticos, se encuentra determinada por las categorías no constitucionales porque determinan la configuración de la estructura semiótica.

Para el caso de una semiótica visual de nuestras imágenes dice el Groupe μ (1993:192):

“...estas estructuras semióticas constituyen, sin ninguna duda, una proyección de nuestras estructuras perceptivas... estamos sujetos a la gravedad y de ahí el nacimiento de las nociones de alto y bajo y la de un eje semiótico de la verticalidad. Nos ponemos en movimiento (para cazar, para huir, para alimentarnos, para mantener relaciones sexuales); de ahí el nacimiento de una relación delante-detrás entre el sujeto y el objeto y la de un eje semiótico de frontalidad. Nuestros órganos son simétricos y de ahí el nacimiento de la pareja derecha-izquierda y de un eje de lateralidad…”.

A pesar de que advierte que “…la manipulación semiótica del espacio no se hacía según un sistema lógico o geométrico sino por medio de conceptos funcionales ligados a la percepción y uso social del espacio…” (Groupe μ 1993:192) esta caracterización de categorías tan abstractas a partir de funciones y relaciones orgánicas me parece mecánica y reduccionista porque no sirve de mucho para explicar el origen y sentido de nuestras nociones (por esto de cazar, huir, etc.) y tampoco explica nociones similares para las sociedades prehispánicas.

La categoría de orientación, por ejemplo, es discutible si lo que ponemos como referente para el análisis de las pictografías rupestres es la noción que tenemos en occidente (en particular en nuestros países al sur del río Grande) cuando se trata de orientarnos sobre un terreno o respecto de un mapa o carta geográfica: automáticamente buscamos “dónde queda el norte” cuando, en rigor, tengo que buscar primero por dónde “sale” el sol. La manía no nos viene tanto de nuestra costumbre de usar una brújula cuanto de difusas fijaciones geopolíticas en nuestra cabeza.

En mi trabajo sobre un “modelo para una semiótica de la iconografía precolombina” argumenté que la iconografía de San Agustín  no representaba “un panteón de deificaciones” a la manera de las religiones occidentales sino un lenguaje totalizado y estructurado, como el cosmos que daba sentido a la existencia de los seres en sociedad, y propuse que esa estructura “debía considerarse como construida con una lógica similar a la del cosmos descrito en los mitos de las sociedades indígenas contemporáneas o de las precolombinas que conocemos mediante las crónicas de la conquista”. El planteamiento central consiste en que la cultura de San Agustín debió tener una estructura formal y significativa similar a la estructura de los modelos ya parcialmente explicados mediante la etnohistoria y la antropología social para sociedades como los Barasana, Ufaina, Kogi, Huitoto, Cuna, Desana, Waunana, Cubeo o Curripaco y que, por tanto, la totalidad de sus "restos y pedazos" arqueológicos debieron estar articulados según un modelo congruente con las funciones y relaciones del modelo cultural de estas sociedades. De igual manera, tanto su estructura como sus funciones y relaciones debieron tener, respecto de la estructura de otras culturas americanas, un sistema similar de permutaciones y transformaciones. El modelo teórico que se proponga para comprender la cultura de San Agustín debe encontrar en otras culturas una relación de oposición simétrica que explique el hecho de su relativa diversidad como la unidad de su estructura mental. La pretensión de esta explicación no consiste en relacionar, casuísticamente, la cultura arqueológica de San Agustín con algunas culturas amazónicas contemporáneas, en particular, ni el criterio de explicar las formas "sin significado" de aquella por la etnohistoria mejor conocida de éstas. El interés fundamental es buscar una lógica que abra paso a una perspectiva metodológica para la comprensión de una totalidad más coherente y "razonable", respecto de la cual se puedan contrastar, críticamente, otras opciones explicativas.

Figura 13. Cosmos “modelo Kogi”

El modelo está armado sobre la trama de relaciones más simple posible con la cual se puede definir un espacio para un cosmos. Está  formado por los referentes espaciales que, sobre un plano, definen los "cuatro rumbos del mundo", determinados por los fenómenos celestes: este ß à oeste / sur ß à norte. Estos puntos y estas relaciones se originan en un hecho primario: el sol, aparentemente, sale sobre el horizonte siempre por el mismo sitio, describe una parábola y desaparece por el lugar opuesto. Ese movimiento regular y permanente es el referente de todas las relaciones posibles que establecen los demás fenómenos y, por lo tanto, marca la estructura o armadura de las relaciones de la totalidad. La posición relativa de un individuo puesto sobre ese plano determina la concepción de dos puntos opuestos: un punto máximo superior, arriba, el cenit, y otro máximo  inferior, abajo, el nadir. La oposición de estos últimos define una línea perpendicular al plano establecido por los cuatro primeros en cuya  intersección determina un séptimo lugar: el punto de "en  medio", según los Kogi (Mayr 1987:63), o “donde viven los indios”, según los Coyaima del sur del Tolima (Velandia y Silva 2004:24). El hecho de los movimientos relativos de los fenómenos celestes convierte esta línea en un eje de un cosmos intuido como circular, en un axis mundi por cuya dirección pasa "la escalera que comunicaba a los hombres con Kagarabí", como dicen los Embera, o que constituye "Kalduksankua, el sitio donde La Madre enterró en un comienzo el poste central del mundo", como afirman los Kogi (Mayr 1987:63).

Figura 14. Cosmos de San Agustín

Esta especie de armadura rige el juego de transformaciones y permutaciones de todos los fenómenos y a ella se debe ajustar la mecánica de la lógica para el modelo. Si se mira desde la perspectiva de un sujeto puesto sobre el plano del entorno donde se encuentran las plantas, el agua de los ríos y lagunas, los animales, las montañas, las malocas, los  sembrados, etcétera, es decir, donde se cumplen las funciones vitales, ese mundo se convierte en el campo donde se entabla el conflicto entre las fuerzas que animan la naturaleza. (Velandia 1994:128). Dado el carácter discreto de su explicación este modelo, que para mi propuesta he denominado “modelo Kogi” (Figura 13), resume diversas variaciones (en otras culturas) con la misma estructura. Para el problema de un discurso planario el modelo tiene otras implicaciones que no había advertido cuando realicé el trabajo sobre San Agustín: no es posible representar (descontando la proyección en perspectiva) los siete puntos sobre el mismo plano (Figura 14); sólo es posible trasladar o proyectar cinco puntos --este/oeste, zenit/nadir y el punto de “en medio” (Figura 15). La verificación de esta dificultad nos pone en una perspectiva más clara porque estos cinco puntos puestos sobre el plano corresponden a cinco puntos reales del espacio social. En ausencia de cualquier referente para un individuo puesto sobre un paisaje extraño el único punto cierto sobre el paisaje es aquel por donde “aparece” el sol  y que, luego de describir una parábola, marca el punto opuesto, por el cual desaparece. El punto culminante de esta trayectoria determina el zenit de la bóveda y, por lo tanto, el punto opuesto, el nadir, ya que la repetición periódica del fenómeno también describe el espacio opuesto. La intersección de estos puntos es el centro del mundo pues se es el centro de todas las relaciones.

Figura 15. Cosmos “modelo Kogi”, plano


Las representaciones cosmológicas aparecen de múltiples maneras en la praxis social de todas las sociedades y constituyen una explicación del modo de las relaciones naturales y sociales entre los hombres y mujeres y entre éstos y su entorno natural, actualizado mediante rituales específicos en la práctica de la vida cotidiana. Los altares de sacrificio y las mesas de curación en las sociedades indígenas supervivientes son representaciones a escala de la manera como conciben su articulación en el cosmos (Poliá 1995:30-37). En un trabajo realizado con las comunidades indígenas del sur del departamento del Tolima, en Colombia, encontramos la descripción hecha por un curandero que muestra la definición de un criterio respecto de la representación de una estructura cósmica en la estructura (planaria) de una mesa de curación:

“…En el caso de Yaguara II [comunidad en los llanos del Yarí, Caquetá], el curandero arregló su mesa en un rincón de un corredor exterior de su casa que luego aisló mediante una paredilla de bahareque. La mesa consiste en un trozo de tablón de un poco más de un metro de largo por treinta centímetros de ancho que incrustó en el ángulo de las dos paredes, de manera que en el rincón quedara un poste de madera redonda. Esta observación correspondía con la descripción de Franz Faust (1986:105), en la que el curandero de Bocas del Tetuán [río en el sur del Tolima] hizo una cosa parecida: buscar que la tabla horizontal quedara articulada perpendicularmente con un poste (en este caso un poste medianero) con la finalidad expresa de que el conjunto escenográfico de la mesa de curación (y, en este sentido, todos los altares siempre son una puesta en escena) quedara articulado por un eje que, para nuestro caso específico, funciona como un axis mundi; allí, en Yaguara II, está claramente representado el cosmos en la mesa de curación. La mesa está construida como una proyección cósmica: debajo de la tabla reposan dos grandes vasijas de cerámica globulares, de cuello corto y boca angosta tapadas con sendos fragmentos de cerámica. Dichas ollas --de sesenta a setenta centímetros de altura-- están llenas de agua y, según el informante, representan las capas acuáticas ‘del mundo de abajo’. De manera similar al caso explicado por Faust sobre la pared hallamos pegadas --con almidón-- numerosas figuras recortadas de láminas de revistas o vitelas que representan personajes de la imaginería de la Iglesia Católica, entre las cuales ubicamos las correspondientes a la Virgen María y al Sagrado Corazón de Jesús (o Dios Padre). Estas se encuentran colocadas de manera similar a como aparecen en la ilustración del texto de Faust, es decir, la Virgen a la derecha y Dios Padre a la izquierda. Sin embargo, por algún detalle que nos explicaba el informante le preguntamos acerca de si las imágenes debían quedar de manera específica o si podrían colocarse indistintamente, a lado y lado del poste vertical. A lo cual el curandero respondió --dando la espalda a la mesa-- que tenían que quedar ’así mesmito [sic] como miran... la Santa Virgen a la izquierda y Nuestro Dios Padre a la derecha... por donde sale el sol’. Fue entonces que comprendimos que la mesa estaba orientada y que ‘la derecha’ era de la mesa y no la que indicaba nuestra perspectiva. También que (seguramente como en Bocas del Tetuán) la mesa estaba construida sobre la pared sur del cuarto del curandero. En este caso el Dios Padre quedaba colocado sobre la pared oriental --que, como ya describimos, se identifica con el Sol-- y la Virgen María sobre la pared sur puesto que la mesa se halla en la intersección de ambas paredes…” (Velandia y Silva 2004:58-59).

De esta explicación se desprenden dos cosas: (a) cómo se representa en las comunidades actuales un modelo cosmológico; y (b) cuándo podemos demostrar cómo sus referentes espaciales no son los mismos que en el esquema de nuestras representaciones (este es un dato para apoyar la discusión que estoy planteando). Ciertas deducciones, de uso bastante frecuente, acerca de una “semiótica” del espacio arquitectónico basadas en una supuesta distribución “dualista” (desde el punto de vista egocéntrico de nuestra cultura) mediante la definición de referentes como izquierda/derecha o delante/detrás son impertinentes, sobre todo mientras no tengan un apoyo, si no arqueológico por lo menos de carácter etnográfico.

Las categorías topológicas de posición y de articulación espacial son, por definición, relacionales; en su configuración no sólo hay que tener en cuenta el juego posible de correlaciones internas sobre el plano sino también que, en cuanto la imagen es una “representación de la representación”, supone una configuración a partir del punto de vista de quien construye o reconstruye dicha representación. Desde la logique de Port-Royal el signo no es, primariamente, “la palabra, ni el grito, ni el símbolo, sino la representación espacial y gráfica --el dibujo: mapa o cuadro. En efecto, el cuadro no tiene otro contenido que lo que representa y, sin embargo, este contenido sólo aparece representado por una representación” (Foucault 1979:71). En este sentido las pictografías rupestres no son otra cosa que la representación de la manera como los hombres y mujeres de una sociedad específica representaron, en su cabeza, la manera o modo de sus relaciones entre sí mismos y entre ellos y el resto de la naturaleza; por tanto, lo representado no es el entorno real de los “primitivos” sino la manera como pensaron qué era su mundo, es decir, lo que ellos denominaron como realidad. De esta suerte las representaciones rupestres suponen una articulación necesariamente distinta a la que nosotros construimos en nuestras representaciones.

En su tratado para una retórica de la imagen visual el Groupe μ (1993:193) planea :

“Por definición una posición es relativa. En el caso de la forma esta relatividad es doble. Es primeramente, relativa con relación al fondo. En segundo lugar, es relativa con relación a un foco. Llamamos foco al lugar geométrico de la percepción”.

Esta perspectiva desde el punto de vista espacial del espectador es, en nuestra cultura, eminentemente egocéntrica y supone, casi sin variaciones, que la figura está puesta delante de un plano frontal. De allí se deriva esta noción de la articulación fondo-figura que no supone, necesariamente, una noción de la articulación con el espacio:

“…Todas las primeras imágenes se apoyan en la simple distinción entre figura y fondo: un objeto, definido y más o menos estructurado, se destaca por sobre un fondo independiente que es ilimitado, informe, homogéneo, de importancia secundaria y, a menudo, enteramente ignorado…” (Arnheim 1985:280).

Me he detenido un tanto en este tema porque la información del registro arqueológico nos ha mostrado que estas nociones (y las especulaciones filosóficas y psicológicas que se han hecho a sus expensas) no son generalizables ni aplicables al análisis de las pictografías rupestres en el cual incurre buena parte de los estudiosos (arqueólogos y no-arqueólogos). El dato de mayor fuerza proviene de la práctica de una técnica aplicada a la “decoración” de la cerámica: la llamada pintura negativa(3). La característica particular de este procedimiento es que la figura queda definida por la construcción del espacio, de manera que el espacio queda, virtualmente, articulado con la figura. Esta característica en el tratamiento del espacio también se encuentra en otras técnicas  empleadas para la construcción de las representaciones en cerámica y en la estatuaria.

Otra dificultad emanada de nuestras particulares maneras de visualizar y, por lo tanto, de percibir el entorno proviene de nuestro esquema de “contemplación” del mundo. El origen de esta noción es antiguo y se remonta a los tiempos de la instauración de la imaginería religiosa en los templos cristianos y a la idea de que el ser humano estaba facultado para disfrutar de la belleza de la naturaleza en cuanto obra divina. La idea contemporánea viene, más directamente, de las nociones de las artes plásticas desde el Renacimiento y, más específicamente, de la estatuaria y la pintura de caballete que impusieron la noción de frontalidad o del mundo proyectado sobre un plano, según la cual acostumbramos “leer” el entorno. El resultado es que el mundo aparece como una pantalla plana, como la de las salas de cine, sobre la cual se proyecta la representación de nuestros imaginarios. Ese espacio, como dice Arnheim (1985), es ignorado, no tiene vigencia, no existe. El fondo es un recurso sobre el cual resalta la presencia de la imagen pero no existe como espacio, ese espacio pecaminoso en que yace nuestra cultura.

Este ha sido un largo prólogo para iniciar la discusión desde un punto de vista concreto y sobre unos términos de referencia teóricos específicos. La discusión está planteada hace tiempo pero la dispersión de criterios y el eclecticismo de los investigadores, en particular de los arqueólogos, no ha permitido decantar los relativos buenos resultados de una enorme tarea de investigación llevada a cabo desde perspectivas distintas a la arqueología. Ahora espero la crítica. Aunque agradeceré las adhesiones entusiastas prefiero la réplica de quienes estén en desacuerdo porque sólo de la discusión crítica pueden salir las correcciones de cualquier tarea que nos hayamos propuesto.

 

NOTAS
1. Nuestra concepción del espacio y de la naturaleza es tan restrictiva y reducida, que de cualquier lugar posible lo primero que preguntamos es si es público o privado pues para nosotros el espacio está dividido, tasado, enajenado, marcado y cercado.

2. Eco se refiere a una pintura de Auguste Manet de 1863, “Almuerzo sobre la hierba”.

3. O resist paint, “que consiste en cubrir la figura con un protector temporal (resina o baño de cera), aplicando luego, por baño o inmersión, el color oscuro, removiendo, subsecuentemente, el material protector para exponer la figura en el color de fondo. Sinón: pintura por “reserva” o decoración a color perdido” (Echeverría 1981:234-235).

 

¿Preguntas, comentarios? escriba a: rupestreweb@yahoogroups.com

 

Cómo citar este artículo:

Velandia, César. Prolegómenos a la construcciónde
una semasiología prehispánica
. En Rupestreweb, http://rupestreweb.info.com/prolegomenos.html

2007

 

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

Anati, Emmanuel 1976 Evolution and style in Camunian rock art. Edizioni del Centro,
Capo di Ponte.
1977 Methods of recording and analyzing rock engravings. Edizioni del Centro, Capo di Ponte.

Arnheim, Rudolf 1985 El pensamiento visual. Eudeba, Buenos Aires.

Aumont, Jacques 1998 La estética hoy. Cátedra, Madrid.

Barney, Eugenio 1975 El arte agustiniano. Boceto para una interpretación estética. Escuela de Bellas Artes, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Barthes, Roland 1971 Elementos  de semiología. Alberto Corazón, Madrid.

Batalla, Juan 1993 La perspectiva planigráfica precolombina y el Códice Borbónico: Página 31, escena central. Revista Española de Antropología Americana 23:113-134.

Berenguer, José y José Luis Martínez 1986 El rio Loa, el arte rupestre de Taira y el mito de Yakana. Boletín del Museo Chileno de Arte Precolombino 1:79-99.

Boone, Elizabeth 1994 Introduction: writing and recording knowledge. En Writing without words. Alternative literacies in Mesoamerica and the Andes, editado por Elizabeth Boone y Walter Mignolo, pp 3-26. Duke University Press, Durham.

Calvet, Louis-Jean 2001 Historia de la escritura. Paidós, Barcelona.

Cardona, Giorgio Raimondo 1999 Antropología de la escritura. Gedisa, Barcelona.

Catach, Nina 1996 Introducción. En Hacia una teoría de la lengua escrita, editado por Nina Catch, pp 9-30. Gedisa, Barcelona.


Criado, Felipe 1993 Límites y posibilidades de la arqueología del paisaje. SPAL 2: 9-55.
1999 Construcción social del espacio y reconstrucción arqueológica del paisaje. Boletín de Antropología Americana 24:5-29.

Chapa, Teresa 2001 Nuevas tendencias en el estudio del arte prehistórico. En ArqueoWeb
http://www.ucm.es/arqueoweb/numero2_3/conjunto2_3.htm

Derrida, Jacques 1978 De la gramatología. Siglo XXI, México.

Diringer, David 1962 Writing. Thames & Hudson, Londres.

Eco, Umberto 1981 Tratado de semiótica general. Lumen, Barcelona.

Echeverría, José 1981 Glosario arqueológico. Instituto Otavaleño de Antropología, Otavalo.

Eliade, Mircea 1973 Lo sagrado y lo profano. Labor, Barcelona.

Floch, Jean-Marie 1982 Les langages planaires. En Sémiotique. L’école de Paris, editado por Jean Claude Coquet, pp 199-207. Hachette, Paris.

Foucault, Michel 1979 Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Siglo XXI, México.

Gamboa, Pablo 1982 La escultura en la sociedad agustiniana. Universidad Nacional, Bogotá.

Gelb, Ignace Jay 1952 A study of writing. The foundations of grammatology. University of Chicago Press, Chicago.
1982 Historia de la escritura. Alianza Editorial, Madrid.

González, Alberto Rex 1974 Arte, estructura y arqueología. Nueva Visión, Buenos Aires.
1977 Arte precolombino de la Argentina. Introducción a su historia cultural. Valero, Buenos Aires.

González, Leticia 1992 Los petroglifos como sistema de representación visual: Algunas reflexiones sobre este tema. Trace 21:36-47.

Greimas, Algirdas Julien 1966 Sémantique structurale. Larousse, París.

Greimas, Algirdas Julien y Joseph Courtés 1982 Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje. Gredos, Madrid

Groupe μ 1993 Tratado del signo visual. Para una retórica de la imagen. Cátedra, Madrid

Haas, William 1976 Writing: the basic options. En Writing without letters, editado por William Haas, pp 5-45. Manchester University Press, Manchester.

Hjelmslev, Louis 1980 Prolegómenos a una teoría del lenguaje. Gredos, Madrid.

Jiménez, Elizabeth 1998 Iconografía de Tula. El caso de la escultura. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.

Kubler, George 1986 Arte y arquitectura en la América precolonial. Cátedra, Madrid.

Levi-Strauss, Claude 1970 Tristes trópicos. Eudeba, Buenos Aires.
1973 Antropología estructural. Eudeba, Buenos Aires.

Llamazares, Ana María 1986 Hacia una definición de semiosis. Reflexiones sobre su aplicabilidad para la interpretación del arte rupestre. Cuadernos 11:1-28.

Martinet, André 1972 Elementos de lingüística general. Gredos, Madrid.

Martinet, Jeanne 1976 Claves para la semiología. Gredos, Madrid.

Mayr, Juan 1987 Contribución a la astronomía de los Kogi. En Etno-astronomías americanas, editado por Jorge Arias de Greiff y Elizabeth Reichel, pp 57-68. Universidad Nacional, Bogotá.

Nordbladh, Jarl 1977 Images as messages in society. Prolegomena to the study of scandinavian petroglyphs and semiotics. En New directions in Scandinavian archaeology, editado por KristianKristiansen y Carl Paludan-Müller, pp 63-78. National Museum of Denmark, Copenhagen.

Novoa, César 1992 Espacio y forma en la visión prehispánica. Búsqueda de invariantes de visualidad pura en el arte y diseño urbano prehispánicos. Universidad Nacional Autónoma de México, México.

Ong, Walter 1994 Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. Fondo de Cultura Económica, Bogotá

Panofsky, Erwin 1970 El significado en las artes visuales. Infinito, Buenos Aires.
1972 Estudios sobre iconología. Alianza Editorial, Madrid.
1975 Renacimiento y renacimientos en el arte occidental. Alianza Editorial, Madrid.

Pellat, Jean-Christophe 1996 Inventario crítico de las definiciones del grafema. En Hacia una teoría de la lengua escrita, compilado por Nina Catach, pp 171-188. Gedisa, Barcelona.

Peres, José Henrique 1999 Para umha classificaçom e avaliaçom dos sistemas gráficos: os sistemas gráficos do galego-português e o do espanhol. Algália 57:103-109.

Poliá, Mario 1995 La mesa curanderil y la cosmología andina. Anthropologica, 13:30-37

Politis, Gustavo 2004 Tendencias de la etnoarqueología en América Latina. En Teoría arqueológica en América del Sur, editado por Gustavo Politis y Roberto Peretti, pp 85-117. Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Olavarría.

Renfrew, Colin 1982 Toward an archaeology of mind. Cambridge University Press, Cambridge.

Renfrew, Colin y Paul Bahn 1991 Archaeology. Theories, methods, and practice. Thames & Hudson, Londres.

Restrepo, Vicente 1972 Los Chibchas antes de la Conquista Española.  Fondo de Promoción de la Cultura del Banco Popular, Bogotá

Sampson, Geoffrey 1997 Sistemas de escritura. Análisis lingüístico. Gedisa, Barcelona.

Santos, Manuel y Felipe Criado 1998 Espacios rupestres: del panel al paisaje. Arqueología espacial 19-20:579-595

Saussure, Ferdinand de 1961 Curso de lingüística general. Losada, Buenos Aires.

Schaafsma, Polly 1984 Form, content and function: theory and method in North American rock art studies. Advances in Archaeological Method and Theory 8:237-277.

Schaan, Denise Pahl 1997 A linguagem iconográfica da cerâmica Marajoara. Um estudio da arte pré-histórica na ilha Marajó, Brasil. Pontificia Universidade Católica do Rio Grande do Sul, Porto Alegre.

Schobinger, Juan y Carlos Gradin 1985 Arte rupestre de la Argentina. Cazadores de la Patagonia y agricultores andinos. Encuentro, Madrid.

Senner, Wayne 1998 Teorías y mitos sobre el origen de la escritura: Panorama histórico; En Los orígenes de la escritura, editado por Wayne Senner, pp 11-33. Siglo XXI, México.

Silva Celis, Eliécer 1968 Arte rupestre comparado de Colombia. En Arqueología y prehistoria de Colombia, editado por Eliécer Silva, pp 5-152. Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja.

Sondereguer, César 1997 Estética amerindia. Editorial Eme, Buenos Aires.

Sonneson, Göran 1995 Prolegomena to the semiotic analysis of prehistoric visual displays. Department of semiotics WebSite, Lund Universitet, Lund
www.arthist.lu.se/kultsem/pdf/prolegomenaN.pdf

Toscano, Salvador 1952 Arte precolombino de México y de América Central. Universidad Nacional Autónoma de México, México.

Troncoso, Andrés 2002 Estilo, arte rupestre y sociedad en la zona central de Chile. Complutum 13:135-153.

Ullmann, Stephen 1965 Semántica. Introducción a la ciencia del significado. Aguilar, Madrid.

Velandia, César 1994 San Agustín: arte, estructura y arqueología.  Modelo para una semiótica de la iconografía precolombina. Banco Popular-Universidad del Tolima, Bogotá.
1999 The archaeological culture of San Agustín. Towards a new interpretation. En Archaeology in Latin America, editado por Gustavo Politis y Benjamin Alberti, pp 185-215. Routledge, Londres.
2003 Anti-Hodder. Diatriba contra las veleidades post-modernistas en la arqueología post-procesual de Ian Hodder. En Análisis, interpretación y gestión en la arqueología de Sudamérica, editado por Rafael Curtoni y María Luz Endere, pp 199-215. Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Olavarría.
2005a Iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María, Argentina. Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires-Universidad del Tolima, Ibagué.
2005b Estética y arqueología: dificultades y problemas. En Reflexiones sobre arte rupestre, paisaje, forma y contenido, editado por Manuel Santos y Andrés Troncoso, pp 57-67. Laboratorio de Arqueología da Paisaxe, Santiago de Compostela.

Velandia, César y Elizabeth Silva 2004 Supervivencia de una cosmogonía prehispánica en el sur del Tolima. Museológicas  4(6/7) www.ut.edu.co/ma/museologicas.